Mudanzas Clara del Rey

Un amigo me ha contado muchas batallitas de uno de sus trabajos de cuando era joven, a mediados de los '90, y me parece buena idea jugar el papel de vocinglero y airearlo, ya que probablemente sea de las pocas personas "jóvenes" (andará mi amigo por los 45) que ha trabajado codo con codo con personas de la vieja escuela, y esto me parece que es un legado que ahora mismo es difícil de detectar, recoger y trasmitir. O, al menos, algo confuso.

Para quien no sepa de qué estoy hablando, "vieja escuela" significa para mí ni más ni menos que "fuera de la ley". No porque lo que uno haga sea ilegal, sino porque está fuera de cualquier reglamento, normalmente porque no existe ningún reglamento ni ley que gobierne una actividad.

Mi amigo viajó en la parte trasera del camión, igual que la mercancía, y bebió vino para desayunar, como hacían sus compañeros, aunque nadie le preguntó su edad (y es posible que en aquellas épocas todavía no estuviera tan claro como hoy quién puede beber y quién no, al menos a nivel administrativo).

Ya se dice bien arriba: Mudanzas Clara del Rey. Un amigo o conocido de la familia introdujo a mi amigo en la plantilla de la empresa en calidad de colaborador ocasional o figurante, los fines de semana y fiestas de guardar, que es cuando él podía trabajar. Tenía entre quince y diecisiete años, nadie le preguntó la edad ni le hizo firmar nada. Sus padres tampoco le asesoraron al respecto, porque entonces "ganarse unas perras" era un concepto aceptable y deseable para un hijo proviniente de un progenitor de los extractos sociales inferiores. Ellos creían que formaban parte de la clase media, pero no era así.

La jornada de trabajo comenzaba a una hora indeterminada entre las seis y las ocho, dependiendo de donde uno se uniera a la caravana. Los coches (los camiones) dormían en los alrededores de la calle Clara del Rey, por la zona de Avenida de América. Uno podía unirse ahí al convoy. La segunda opción era la misa de siete en una iglesita de la calle Serrano. Por las señas de mi amigo, probablemente fuera la iglesia de San Francisco de Borja, puerta con puerta con la embajada de Estados Unidos. Llegado este punto, hay que explicar que el jefe o jefes de la empresa de mudanzas eran personas de talante religioso y probablemente muy cercanos al Opus Dei, aunque nada podía delatarlos, salvo este detalle de la misa.

La tercera oportunidad de incorporarse a la jornada laboral de la empresa Mudanzas Clara del Rey era acudir directamente al lugar de la mudanza que fuera a perpetrarse ese día, cosa que era difícil de determinar, dado que cada vez eso sucedía en un lugar dispar de Madrid capital, o incluso a las afueras.

Mi amigo iba a los coches o bien a la misa, que era un poco más tarde. Al principio le resultaba cosa extraña e incluso le espantaba, tanto lo de madrugar como lo de ir a una misa, especialmente por el hecho de ir después a trabajar, y nada menos que haciendo el papel de mozo de cuerda, cargando inmisericordemente lo que quiera que tocara en cada momento, a su corta edad y a la buena de Dios. Es esta una reflexión hecha a posteriori, y por eso mi amigo me parece una persona más amigable, más de fiar y más forjada a fuego, aunque eso sea algo que no necesariamente haya redundado en su favor.

El trabajo normal consistía en realizar una mudanza desde un domicilio hasta otro. En la casa había tres camiones y podían emplearse uno, dos y en raras ocasiones los tres, para la misma mudanza. Si no, se dividían los equipos.

Los camiones, y este detalle es muy importante, eran en palabras de mi amigo el "Avia pequeño", el "Avia grande" y el "Pegaso". Yo no me he preocupado de indagar las fechas de construcción de estos camiones, pero me imagino que eran coches de los años '60. Que llegaran en condiciones de trabajar hasta los años '90 no tiene nada que ver con la romántica idea de que lo de antes fuera mejor, sino con la muy prosaica circunstancia de que los dueños se dedicaban a reparar con sus propias manos los vehículos cuando era menester. El que conducía era también el mecánico. Salvo causas de fuerza mayor, el encargado de hacer que aquello funcionara era el conductor. Uno de los conductores era Pablo. En una ocasión, conduciendo el Pegaso por una urbanización de Pozuelo, el motor dijo "basta" y dejó de funcionar. Todos los presentes se bajaron del camión y se dedicaron a deambular por la zona hasta que Pablo, milagrosamente, hizo que el coche funcionara de nuevo y pudiera transportar su preciosa carga hasta el destino establecido. En el ínterin se movieron llaves inglesas, tuercas, sprays con grasa y el conocimiento ancestral del funcionamiento de un camión con un motor de combustión, lo básico para ir de un sitio a otro. Así funcionaba. Y funcionaba.

Como puede suponerse, en la cabina iban el conductor y otras dos personas. No cabían más. Los mozos solían ir en la parte trasera, en caso de que el camión fuera vacío. En caso de que fuera lleno, probablemente se consideraba demasiado peligroso. Aunque el camión vacío tampoco era ninguna filfa, ya que no existían asientos ni sistemas de sujección de ningún tipo. Básicamente, se viajaba como un saco de patatas, y tragando el humo del tubo de escape, como un condenado de la época franquista. Esto no hacía mella en los tripulantes, cuya voluntad era de acero. Mi amigo confesaba que lo que a él le preocupaba era no saber adónde iba en cada momento, ni si podría volver a tiempo o, en general, regresar, desde donde quiera que estuvieran yendo. No estaba prohibido preguntar, es que no se estilaba.

Uno de los jefes era un tal Felipe. Era un señor mayor, un tipo afable al borde de la jubilación, vivaracho. Por su manera de conducirse, podría uno pensar que tendría muchos nietos y nietas a las que darle el aguinaldo. Este Felipe era el pagador y, por tanto, el ostentador de los fajos de billetes, como en las películas de gángsters.

Otro de los jefes era Pedro, el hermano. Seguramente era el hermano menor, porque mandaba menos, aunque tenía más cara de cabreado. Me contó mi amigo que este hombre tomó la empresa tras la jubilación de Felipe. Y que, como jefe, o subjefe, su labor principal era dual: primero, vaguear. Aunque supuestamente llevaba las riendas, era fácil verle ir y venir con un periódico debajo del brazo, sin saber de dónde venía ni adónde se dirigía. Se sabe que hablaba mucho por teléfono, que era un gran orador y que era un concienzudo y exitoso escritor de "cartas al director" en las secciones de los periódicos escritos de aquellos tiempos, sobre todo de derechas, que incluirían al ABC, al Ya y a otros por el estilo. Algunas veces dictaba las cartas a los mozos que a él le parecían más letrados (o escribanos) en la cabina del camión, o a la hora del desayuno.

La hora del desayuno consistía en que toda la cuadrilla entraba en un bar —previo acuerdo— alrededor de las 10:30h a comerse un bocadillo que cada uno traía de casa. Se juntaban las mesas y el bar ponía la bebida, que era invariablemente el vino de la casa con gaseosa. Y, de postre, café con leche para todos. Si se celebraba algo, podía caer algún sobao o una magdalena con el café. Y, para rematar, los más veteranos podía tomarse una copita de eso, Veterano. Y, si no, de Soberano, o de Carlos III, o lo que hubiera por ahí. Tampoco era ninguna orgía. Era lo que se tomaba de serie en aquellos tiempos. Como observador imparcial, he de decir que hoy en día se toma lo mismo o incluso más cosas. Las campañas de Tráfico para eliminar el alcohol entre los conductores dan frutos, no se puede negar, pero tampoco se puede negar que mucha gente que conduce (entre los profesionales) sigue tomándose el chupito. Pareciera algo inevitable y no es específicamente un legado de los tiempos de los que se habla, sino algo más atávico.

Mi amigo acaba de leer esta breve narración e insiste en que deje apuntado lo que se comía. Su bocadillo favorito era de choped con rodajas de tomate natural, porque le resultaba refrescante. El resto de gente solía llevar embutidos variados, algún bocadillo de ternera, y la excepción a la regla era Pedro, que llevaba un tupper. Mi amigo dice que quedó entre traumatizado y agracecido, porque Pedro le obligó a comer de lo suyo, unos sesos rebozados que había hecho su mujer. Dice que es lo más asqueroso que ha comido en toda su vida, pero que en realidad estaban aceptablemente ricos.

En esta empresa de solera, como puede suponerse, había gente también de solera, gente de la vieja escuela, como ya hemos dicho. Los cargos más cómodos y también de responsabilidad eran para la gente mayor. Además de los mencionados jefes y el viejo mecánico Pablo, había señores muy mayores que cargaban pesos sin tino, y que poseían nombres de castellano viejo, como Feliciano, Casiano y Jesús. Otros más jóvenes, como Ignacio, y el flamante fichaje, Isidro, que venía de la añeja y renombrada Gil Stauffer.

Algunos de estos señores aportaban en todo o en parte a sus vástagos, así que teníamos un Pedro y un Pablo Júnior, e incluso hijos segundos. Los que hacían de mozos eran todos o casi todos figurantes ocasionales, como mi amigo, gente joven que aportaba músculo. Los mayores se dedicaban sobre todo a montar y desmontar muebles, empaquetar objetos variados, y a colocarlos en el camión, cosa que tenía su arte.

Como legado de la vieja escuela, todo lo que se hacía allí ya era viejo, aunque es muy probable que el sector haya evolucionado poco, dado que las soluciones viejas en muy raras ocasiones tienen buenos sustitutos. Por mencionar algunas de aquellas soluciones:

  • La garrucha. Era una vulgar polea que se instalaba, en la medida de lo posible, en algún lugar relevante, como una ventana que daba al exterior, o en el hueco de la escalera. De este modo se podían bajar pequeñas cargas suspendidas por una cuerda a una velocidad mayor que la del ascensor, o la de bajar a pie por la escalera, aunque inferior a otras alternativas, como lanzar los objetos al vacío.
  • Baúles de aluminio con pies de pino, a modo de esquíes, para la ropa. Eran una buena solución para la ropa de percha de los clientes.
  • Cestos de mimbre y paja para la vajilla y otros objetos frágiles. Eran cestos enormes y no siempre lograban salvar las cristalerías que portaban, pero más o menos cumplían su función.
  • Cajas de fruta de plástico duro para albergar libros u otros objetos pesados.
  • Cuerdas de cáñamo para asegurar la carga.
  • Mantas de lana, fieltro y trapo para cubrir los muebles.

Los problemas y soluciones de la jornada laboral no atañían únicamente al trabajo en sí, la mudanza, sino que abarcaban un amplio abanico de cuestiones. Dos de las más acuciantes eran el agua y el pis. Hoy en día la gente va a todas partes con una mochilita o una riñonera (o equivalente), su teléfono móvil y una botija de agua. Antes, no. El móvil se sustituía con un pequeño listín de teléfonos que podía viajar cómodamente en una cartera, por si había que llamar desde una cabina, y todo lo concerniente al confort personal se podía despachar con un peine de bolsillo (si tenías pelo) o, simplemente, un fajo más o menos abultado de dinero. Pero no siempre había a mano un supermercado, una fuente o un bar, y beber y mear (o cagar) es una necesidad, así que practicaban dos trucos (o lifehack, como se dice ahora).

Para beber agua, podía localizarse un punto de agua del Ayuntamiento (lo que utilizaban los jardineros para regar las plantas, o los encargados de la limpieza para baldear las calles, una boca de riego) y abrirlo con ayuda de una llave inglesa. El agua salía a borbotones y bastante fresca, y se bebía agachándose y succionando como un abejorro.


El segundo problema (más habitual incluso que la sed) era la necesidad de evacuar aguas menores. Esto no se solía hacer en casa de los clientes amudanzados, ya que podía resultar un poco asqueroso tener a siete u ocho grandullones miccionando y sonándose los mocos en la casa, poco profesional.

Los profesionales, pues, meaban donde podían. Si había un parquecillo, detrás de un seto. Era cuestión de darse una carrerita entre bulto y bulto, y se podía aliviar la vejiga con presteza y solvencia. Pero había momentos y contextos en que uno no podía esconderse entre las glicinias y los palos borrachos, y solo quedaba una solución elegante y digna de un rey, aunque estaba reservada para los peces gordos: se abría temporalmente el portón del camión y eso servía de letrina improvisada. Solo había que tener un mínimo de puntería, y la fuerza de la gravedad y la ingeniería urbana se encargaban de transportar el abundante líquido hasta la alcantarilla más cercana.

En una ocasión, me relató mi amigo desternillándose, el tal Feliciano empleó este método para desaguar una muy considerable cantidad de orina de su cuerpo, sin darse cuenta de que el camión estaba en cuesta y hacia arriba, de modo que el tibio líquido fue recorriendo los metros que había hasta la parte trasera del camión, donde se amontonaban las mantas para cubrir los muebles, los carritos y otros enseres, que quedaron empapados, mientras el encargado del camión se liaba a voces con el infractor.

Le pregunté a mi amigo por alguna otra curiosidad y me hizo un breve relato de algunas cosas que le vinieron a la mente, y que paso a transcribir sin orden ni concierto.

Muchas veces nos tocaba desalojar oficinas y locales, y llevar los restos al vertedero. Recuerdo que una de esas oficinas era de Toyota, no sé si estaba por la calle Orense. Había otras empresas desmantelando el lugar. Nosotros tuvimos que cargar un montón de material de oficina, incluyendo mesas, sillas, papeleras... Yo me llevé un par de tacos de folios con el membrete de Toyota. Eran folios Galgo, de los buenos, y me duraron mucho tiempo para escribir mis poesías y mis mierdas.

Otra vez me tocó cargar la cosa más pesada que he transportado nunca con mis propias manos, una caja fuerte. Era tan pesada que no podía subirse por el ascensor y tuvimos que llevarla entre ocho personas por la escalera.

Una de las mudanzas más curiosas que hice fue en la casa de un tipo que tenía un negocio extraño, o bien síndrome de Diógenes. Tenía un bajo por la zona de Huertas, cerca del Botánico, y estaba atestado de plásticos. Había un camastro, una pila y una minicocina, y el resto era un almacén de plásticos y cosas que a mí me parecían basura, por el aspecto y por el olor. Aquello no era ningún negocio, claro está, era la casa de una persona...

La mudanza más pequeña que hice fue el porte de una lavadora. Fui en una camioneta con Pedro hijo, me contó que tenía su propio negocio de instalación de persianas y otro montón de cosas, porque era un tipo bastante expresivo. Era voluminoso y llevaba una buena melena, todo lo contrario que su padre, que era más bien pequeño y acuerado, como quien se ha afeitado un millón de veces.

El sitio más lejos... No sé, creo que una vez me llevaron hasta Navas del Rey. No está tan lejos, pero imagínate viajando a 60 km/h en la trasera de uno de esos camiones (no creo que cogieran más velocidad). No recuerdo muy bien qué fuimos a hacer allí. A lo mejor Pedro u otro tenían allí una casa o algún conocido, pero no fue una mudanza al uso, tan solo algún pequeño trapicheo, pero llevó toda la jornada...

Esto eran las mudanzas, cada día una historia distinta. Nunca sabías lo que podía pasar, aunque casi siempre eran cosas corrientes, nada de fantasías. Historias de gente normal.

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