Six feet down
Tengo la ensoñación de un encuentro futuro e intemporal con personas, probablemente con todas las personas, como una remembranza del Juicio Final cristiano.
Hoy pensaba en encontrarme con Erika Lewis, que es la mujer del vestido de flores de esta captura a la izquierda:
Es la vocalista principal de un grupo improbable llamado Tuba Skinny de New Orleans que hace un calco de la música de los años '20 (del siglo pasado), mezcla de jazz y blues, y aledaños. Como llevan cien años de ventaja, todo lo que hacen, lo hacen bien, muy bien. Erika, como cantante, lo hace muy bien, excelentemente, aunque en mi opinión lo hace un poco como globalmente el grupo: tiene cualidades de sobra para ser muy buena, pero a veces copia. En ocasiones toda la banda suena como si estuviera en baja calidad, adrede. La mayoría de las grabaciones que conozco vienen de Youtube, tomadas del natural, en la calle o en locales, con gente bailando o tomando una copa, así que son grabaciones sucias. El vocalista masculino, Greg Sherman, lo mismo: suena como si su voz estuviera atravesando el tiempo a través de un viejo vinilo lleno de polvo.
Erika y yo en una habitación durante 10 minutos. Ambos llevamos cuarenta y siete mil novecientos años teniendo entrevistas similares, desde que sucedió el Fin del Mundo, y ahora tenemos que carearnos todos con todos. Por estas casualidades de la vida, yo sé quién es ella, aunque ella no sabe quién soy yo. También me sorprendo recordando quién es ella, porque debo de llevar más de un millón de entrevistas con mongoles, trogloditas, franceses y otros humanos de difícil catalogación.
Después de cuarenta y siete mil novecientos años, no sé si ella seguirá conservando alguna reminiscencia de su identidad como vocalista de Tuba Skinny, cosa que sucedió durante tan corto periodo de tiempo, cuando ella estaba viva. A lo largo de la historia, es muy posible que se haya encontrado cada cien años, por ejemplo, con alguien que la haya reconocido y le haya hablado del tema.
Yo, cuando me encuentro con algún conocido, suelo brindarle la ocasión de expresarse con libertad, para que no tenga que repetir (si no quiere) unas frases que ha pronunciado tan a menudo. Todavía no me he encontrado, por ejemplo, con Billy Gibbons, pero si algún día lo hago, no le preguntaré nada sobre barbas, porque tiene que estar bien harto.
Erika lleva el pelo recogido y huele bien, se habrá duchado hace poco. Le ofrezco un poco de jamón, que suele ser mi truco español para empezar con buen pie. Ahora ya no hay veganos, ya que no existen la vida y la muerte y, por consiguiente, es imposible hacer daño a ningún animal ni a otros seres vivos. El jamón es sintético, pero está riquísimo, a pesar de no tener el aspecto del jamón natural, porque los ingenieros del sabor son sublimes, pero los que se dedican a la estética son bastante malos. Esto parece un jamón sacado del Minecraft, tardarán otros tantos miles de años en darle un aspecto similar a un buen jabugo cortado a mano.
Erika acepta el jamón y le gusta. Mucha otra gente prefiere el dulce. Suele haber una guerra entre el dulce y el salado. Cada cual tiene sus momentos... Ella me ofrece a cambio un aséptico botellín de agua. Es otra de las convenciones del Juicio Final. Ofrecer bebidas a otras personas es un riesgo innecesario. La posibilidad de fracaso es muy elevada.
Le hago un cumplido a Erika sobre su pelo y su caída de ojos, y le digo con un retintín tentador (por si ella quiere coger el guante) que el timbre de su voz resulta muy especial. Está un poco ausente, creo que no le interesa esta conversación, pero pilla otra loncha de jamón.
Tiro el primer cartucho. Si no le interesa hablar sobre ella (es decir, sobre su yo de cuando estaba viva), voy a ofrecerle un poco de lo mío, por si puede servirle de entretenimiento, al igual que ella fue un entretenimiento para mí, hace ya tanto tiempo.
—Tuve una mujer muy gorda que necesitaba tres espejos para poder verse el trasero. El jueves pasado fue mi cumpleaños. Deberían prohibirse los lunares. Siempre he querido bañarme en una luna de jarabe de betún. Te amo de cuando cantabas el blues y nada puedes hacer para impedirlo.
Ella sonríe, pero no dice nada, y pilla otra loncha más.
Luego se levanta, zapatea un poco siguiendo un ritmo invisible, y sonríe de un modo delicioso, pero ya se han pasado los diez minutos y aparece ante mí un turco cabreado del siglo IX que huele a almizcle. No tengo nada en contra del almizcle... Le ofrezco jamón.
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