La serranilla

La serranilla me ha dejado como herencia noventa y cuatro escalones bien dispuestos, media botella de ginebra española y otra media de ron de caña. En el año noventa y siete organizó una fiesta y llegaron todos los invitados despeluchados. Tres murieron por el esfuerzo, otros dos huyeron presa del pánico y murieron aplastados (se aplastaron entre ellos). El último era cojo de la pierna izquierda y dijo que de aquí no se movía. A última hora, la serranilla le sacó los huesos para el cocido y el resto tuvo que disolverlo con agua fuerte en la bañera.
Ahora he llegado armado con un limpiador multisuperficies antiestático. Los gatos del barrio ya me conocen. Haré terapia vampírica, colgándome del techo con unos pulpos que he subido del coche, y cocinaré lentejas hasta que se fundan los quemadores.
Echo de menos a mi cactus-palmera de Madagascar. Tocaré mi flauta de pan especial para vegetales y vendrá ella sola, andando o en taxi, mientras miles de vidas se extinguen porque el agua abandona sus cuerpos para depositarse en el canal de Isabel II.

Yo había planeado una despedida especial, patética, y sin embargo tengo una partida de póker con rivales invisibles, insaboros e inodoros. Por lo menos no dan trabajo. Tengo un incendio controlado en el corazón de mi hogar. La serranilla lo hubiese alimentado hasta con el último mueble, hasta con el último mondadientes rescatado de debajo de la nevera, porque la serranilla todo lo quema o lo disuelve en ácido, dejando como única huella de su existencia un par de anónimas botellas a medio vaciar. He limpiado sus últimas huellas con mis manos grasientas de jamón serrano.

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