Sentirse traicionado
Sentirse traicionado está muy bien para una canción de los Chichos o de los Chunguis. Para todo lo demás, están los acuerdos por escrito (que va uno a los abogados) o acude a las leyes no escritas que, por estar no escritas, quedan sujetas a cualquier interpretación o modificación on the fly. El caso es no sentirse traicionado, porque eso viene mal. Es casi lo peor que puede pasarle a uno: perder la confianza en lo único (o poco en) que confiaba... Mal.
El otro día presencié virtualmente dos episodios desagradables y al mismo tiempo esclarecedores. Y un tercer pensamiento vino a completar la pelota.
Primero vi un episodio antiguo del pato Donald. Estaban los animalitos en una especie de concurso de canto (o algo así) y el pato se cabreaba porque no le dejaban cantar (¿porque pensarían que cantaba mal? No lo sé, porque no lo vi desde el principio). Al final se metía en el escenario disfrazado de ¿payaso?, sacaba una recortada y se ponía a pegar tiros a diestro y siniestro.
Eso, en dibujo animado, puede resultar hasta gracioso (aunque a mí no me hace gracia ni en dibujo). Pero cuando uno se acuerda de los famosos adolescentes americanos que matan a tiros a los de su clase (y que de vez en cuando salen en las noticias), ya es más bien dramático.
¿Se sentía el adolescente asesino y suicida mal? ¿Ignorado o humillado por sus compañeros? ¿Y pensaba que sus males se iban a solucionar a tiros? Pues sí. Es la moraleja de esta tétrica fábula: cuando se acaba todo, también se acaban los males. Al pato no le salía demasiado bien su moraleja, porque en los dibujos animados nunca muere nadie y todo vuelve a empezar. Como mucho, se resuelve con un chichón, o con que todo era un sueño.
¿Curó así sus males el tipo que ideó el guión de ese capítulo? ¿Se sentía mal y se lió a tiros en su imaginación a través de un pato de dibujos animados? No lo sabemos.
Ahora en los dibujos, cuando sucede algo así, pasa algo y todos los demás reflexionan y le piden perdón al humillado, o bien el humillado demuestra que sabe hacer algo muy bien y todos le aplauden o le piden perdón.
Tanto el guionista de la historia del pato, como los de los dibujos modernos, deberían ir al psicólogo urgentemente (si están vivos). Ni hay que liarse a tiros ni, desde luego, las humillaciones y los hijoputas que uno encuentra en la vida se disuelven a base de buenas intenciones de sabor a fresa. El hecho es que uno puede ser tonto, torpe y además malintencionado, mala persona. Y no por eso merece ser aplastado ni humillado. Pero tampoco hay que ver a esa persona como lista, hábil o como si fuera una buena persona... Cada uno es como es. Hay que respetar y hacerse respetar. Ni tiros ni fresas.
Estas dos ocurrencias están relacionadas directamente.
La tercera era uno de esos minirrelatos del Caballero Zifar (ya me queda poco, a veces se hace cansino cuando el Zifar les castiga —aconseja— a los sus fijuelos, que ya tienen los huevos negros de tanto consejo). La moraleja, que en este libro siempre viene antes del relato, consiste en que hay que corregir a los hijos y aconsejarlos bien: no se les pueden aplaudir todas las gracias. Una señora tuvo un hijo y se le murió el marido. Y la señora, cada vez que el hijo la liaba gorda, le reía la gracia en lugar de ponerse severa, porque le daba mucha pena que se le hubiera muerto el marido (según el relato) y le consentía todo al puto niño. El niño se hizo hombre y ya las liaba pardas: pegaba, mataba y violaba a todas las pibas. Y cuando le llevaban al talego, la madre (que manejaba pasta) sobornaba a quien fuera y el sujeto quedaba libre. Hasta que un día pasó el Emperador por el lugar y le pidieron que hiciera justicia. A él le pareció muy bien, y condenó a muerte al asesino ladrón violador del ascensor.
Ahora viene la parte interesante: cuando iba al cadalso, la madre pidió ver a su hijo, para darle un beso en la boca antes de morir, y se lo concedieron. Mientras eso sucedía, Dios le sopló al hijo en la oreja que lo que mejor podía hacer era mordisquear y arrancar la carne de esos labios que no le aconsejaron bien en su niñez y juventud, de esa boca que no supo dirigirle en la vida. Total, que le pegó un muerdo que le arrancó todo y al final se le veían a la madre los huesos de la nariz y la barbilla (por no exagerar).
Y bla, bla, bla. Al final, al Emperador le pareció que estaba todo en orden y perdonó al asesino violador del ascensor, que resultó ser una persona normal y corriente, incluso ejemplar, de allá en adelante.
Culpar a otros es una respuesta típica. Reconocer lo que uno es o hace mal, cuesta. Sobre todo si eres poca cosa o soberbio. Me vienen a la memoria los actuares de personas que yo consideraba "apocadas" (yo y el resto del mundo). Sin duda se enfrentaron a todo tipo de insultos. Pero luego, muchos, además de apocados, cuando podían se tomaban su venganza con el primero que se pusiera a tiro. Los que no sólo no hicieron eso, sino que además ayudaron a otros, perdieron de inmediato su estigma de apocados y lo cambiaron por el de valientes, gallardos y donairosos. El resto se quedaron en mezquinos, apocados, cobardes, traidores y miserables para toda su vida.
Lo de apocado no es ser un niñato, sino ir al sol que más calienta, no tener en cuenta a los demás, no mantener una postura por debilidad o congoja y huir como las ratas ante la menor dificultad. Abandonar una empresa, un proyecto o una promesa, al intuir la dificultad, es para mí el mayor signo de apocamiento, sobre todo cuando se ha adquirido el compromiso de tirar para adelante. Ese tipo de personas no sólo no construyen, sino que además socavan lo que hacen los demás.
El otro día presencié virtualmente dos episodios desagradables y al mismo tiempo esclarecedores. Y un tercer pensamiento vino a completar la pelota.
Primero vi un episodio antiguo del pato Donald. Estaban los animalitos en una especie de concurso de canto (o algo así) y el pato se cabreaba porque no le dejaban cantar (¿porque pensarían que cantaba mal? No lo sé, porque no lo vi desde el principio). Al final se metía en el escenario disfrazado de ¿payaso?, sacaba una recortada y se ponía a pegar tiros a diestro y siniestro.
Eso, en dibujo animado, puede resultar hasta gracioso (aunque a mí no me hace gracia ni en dibujo). Pero cuando uno se acuerda de los famosos adolescentes americanos que matan a tiros a los de su clase (y que de vez en cuando salen en las noticias), ya es más bien dramático.
¿Se sentía el adolescente asesino y suicida mal? ¿Ignorado o humillado por sus compañeros? ¿Y pensaba que sus males se iban a solucionar a tiros? Pues sí. Es la moraleja de esta tétrica fábula: cuando se acaba todo, también se acaban los males. Al pato no le salía demasiado bien su moraleja, porque en los dibujos animados nunca muere nadie y todo vuelve a empezar. Como mucho, se resuelve con un chichón, o con que todo era un sueño.
¿Curó así sus males el tipo que ideó el guión de ese capítulo? ¿Se sentía mal y se lió a tiros en su imaginación a través de un pato de dibujos animados? No lo sabemos.
Ahora en los dibujos, cuando sucede algo así, pasa algo y todos los demás reflexionan y le piden perdón al humillado, o bien el humillado demuestra que sabe hacer algo muy bien y todos le aplauden o le piden perdón.
Tanto el guionista de la historia del pato, como los de los dibujos modernos, deberían ir al psicólogo urgentemente (si están vivos). Ni hay que liarse a tiros ni, desde luego, las humillaciones y los hijoputas que uno encuentra en la vida se disuelven a base de buenas intenciones de sabor a fresa. El hecho es que uno puede ser tonto, torpe y además malintencionado, mala persona. Y no por eso merece ser aplastado ni humillado. Pero tampoco hay que ver a esa persona como lista, hábil o como si fuera una buena persona... Cada uno es como es. Hay que respetar y hacerse respetar. Ni tiros ni fresas.
Estas dos ocurrencias están relacionadas directamente.
La tercera era uno de esos minirrelatos del Caballero Zifar (ya me queda poco, a veces se hace cansino cuando el Zifar les castiga —aconseja— a los sus fijuelos, que ya tienen los huevos negros de tanto consejo). La moraleja, que en este libro siempre viene antes del relato, consiste en que hay que corregir a los hijos y aconsejarlos bien: no se les pueden aplaudir todas las gracias. Una señora tuvo un hijo y se le murió el marido. Y la señora, cada vez que el hijo la liaba gorda, le reía la gracia en lugar de ponerse severa, porque le daba mucha pena que se le hubiera muerto el marido (según el relato) y le consentía todo al puto niño. El niño se hizo hombre y ya las liaba pardas: pegaba, mataba y violaba a todas las pibas. Y cuando le llevaban al talego, la madre (que manejaba pasta) sobornaba a quien fuera y el sujeto quedaba libre. Hasta que un día pasó el Emperador por el lugar y le pidieron que hiciera justicia. A él le pareció muy bien, y condenó a muerte al asesino ladrón violador del ascensor.
Ahora viene la parte interesante: cuando iba al cadalso, la madre pidió ver a su hijo, para darle un beso en la boca antes de morir, y se lo concedieron. Mientras eso sucedía, Dios le sopló al hijo en la oreja que lo que mejor podía hacer era mordisquear y arrancar la carne de esos labios que no le aconsejaron bien en su niñez y juventud, de esa boca que no supo dirigirle en la vida. Total, que le pegó un muerdo que le arrancó todo y al final se le veían a la madre los huesos de la nariz y la barbilla (por no exagerar).
Y bla, bla, bla. Al final, al Emperador le pareció que estaba todo en orden y perdonó al asesino violador del ascensor, que resultó ser una persona normal y corriente, incluso ejemplar, de allá en adelante.
Culpar a otros es una respuesta típica. Reconocer lo que uno es o hace mal, cuesta. Sobre todo si eres poca cosa o soberbio. Me vienen a la memoria los actuares de personas que yo consideraba "apocadas" (yo y el resto del mundo). Sin duda se enfrentaron a todo tipo de insultos. Pero luego, muchos, además de apocados, cuando podían se tomaban su venganza con el primero que se pusiera a tiro. Los que no sólo no hicieron eso, sino que además ayudaron a otros, perdieron de inmediato su estigma de apocados y lo cambiaron por el de valientes, gallardos y donairosos. El resto se quedaron en mezquinos, apocados, cobardes, traidores y miserables para toda su vida.
Lo de apocado no es ser un niñato, sino ir al sol que más calienta, no tener en cuenta a los demás, no mantener una postura por debilidad o congoja y huir como las ratas ante la menor dificultad. Abandonar una empresa, un proyecto o una promesa, al intuir la dificultad, es para mí el mayor signo de apocamiento, sobre todo cuando se ha adquirido el compromiso de tirar para adelante. Ese tipo de personas no sólo no construyen, sino que además socavan lo que hacen los demás.
Comentarios
Publicar un comentario