Alto
Seguramente hago un alto en el blog después de esta entrada, no sé por cuánto tiempo. La vieja historia: películas personales.
Metido ya de lleno en mi cuarta década, sigo sin cogerle el punto a esto de la vida. Los lugares comunes son repetitivos. El resto es incomestible. Inaprehensible, por así decirlo. Es esquivo, helador. Lo más cercano, como poco, resbaloso, punzante y tenebroso. No es estética palabresca de película de miedo, sino lo poco que da el verbo para describir algo a lo que uno prefiere no acercarse.
Los chicos del club de los poetas muertos decían del "carpe diem" y de "extraer el meollo" a la vida. Ahora veo que son cosas bien distintas. Vivir el momento (el "carpe diem") sirve para vivir pasando de puntillas. A uno le ha sido otorgada la vida, la coge y la vive de la mejor manera posible. Extraer el meollo es algo bien distinto, por no decir contradictorio. Es casi lo contrario. Escarbar y buscar es encontrarse de continuo en un callejón sin salida. Mirar hacia arriba y tomar conciencia de que el cielo y las estrellas son el techo a dos metros de distancia, las relaciones de uno las paredes y uno mismo la tierra donde ha nacido y morirá sin apenas haber podido llevar a cabo dos o tres de los proyectos que le parecían interesantes. Como decía Pedro Calderón, tocayo madrileño, de viejo cántabro y vieja alemana, a cuatrocientos años vista, "el delito mayor del hombre es haber nacido". Y como apuntalaba San Manuel Bueno (mártir), también su pecado, por el cual el hombre es condenado a muerte en vida y a vida en muerte (la última frase es un recurso retórico muy malo, pero sirve para enfatizar).
Me llama mucho la atención una cosa de las muchas que dicen los "pro-vida" (y no me refiero a los antiabortistas, sino a los que se empeñan en encontrar buenos motivos para vivir tan a gusto como si fuera gratis). Dicen que vivir para siempre sería aburridísimo, insoportable. Según ellos es mejor vivir un rato y luego irse a freír espárragos. A mí, sin embargo, me gustaría vivir para siempre. Me gustaría releer una y otra vez el mismo libro. Escribir una y otra vez lo mismo. Visitar una y otra vez los mismos lugares y a las mismas personas. Para siempre, hasta rabiar, hasta el infinito. Así podría aprender a tocar la armónica. Vivir una temporada en China y otra en Marte. Y siempre volver a casa por navidad.
Comprendo que eso contradice las leyes más elementales. Para que siga habiendo vida y movimiento, las cosas tienen que cambiar y transformarse, por un capricho del "destino", como la flor aromatiza unos pastos y al día siguiente se convierte en comida de vaca y abono para las otras flores. Pero yo lo deseo igualmente. Deseo con todas mis fuerzas ser flor de vaca y pasto, reflejar la luz sin desgastarme y ser testigo imperecedero del fin de los tiempos. No digamos ya de la eternidad, pero sí al menos del fin de este planeta tan pequeño al que, por una absurda razón, me siento unido.
El día que muera no quiero ser ya más materia orgánica, pasto de vaca o flor, ni parte de otro organismo vivo. Quiero ser roca callada en las entrañas del holocausto y viajar en compañía de otras moléculas hasta el corazón de la galaxia, para formar parte de otra creación más imperecedera.
Y si no, al menos, me gustaría ser virtuoso de algún instrumento, leer diez o cien libros que tengo pendientes y morir sin que nadie me eche de menos, al alba, como tiene que ser, al canto del gallo, cerca de un sitio con agua y una tierra noble que me asimile con rapidez.
Salud y ya nos veremos por algún bar de dios.
Metido ya de lleno en mi cuarta década, sigo sin cogerle el punto a esto de la vida. Los lugares comunes son repetitivos. El resto es incomestible. Inaprehensible, por así decirlo. Es esquivo, helador. Lo más cercano, como poco, resbaloso, punzante y tenebroso. No es estética palabresca de película de miedo, sino lo poco que da el verbo para describir algo a lo que uno prefiere no acercarse.
Los chicos del club de los poetas muertos decían del "carpe diem" y de "extraer el meollo" a la vida. Ahora veo que son cosas bien distintas. Vivir el momento (el "carpe diem") sirve para vivir pasando de puntillas. A uno le ha sido otorgada la vida, la coge y la vive de la mejor manera posible. Extraer el meollo es algo bien distinto, por no decir contradictorio. Es casi lo contrario. Escarbar y buscar es encontrarse de continuo en un callejón sin salida. Mirar hacia arriba y tomar conciencia de que el cielo y las estrellas son el techo a dos metros de distancia, las relaciones de uno las paredes y uno mismo la tierra donde ha nacido y morirá sin apenas haber podido llevar a cabo dos o tres de los proyectos que le parecían interesantes. Como decía Pedro Calderón, tocayo madrileño, de viejo cántabro y vieja alemana, a cuatrocientos años vista, "el delito mayor del hombre es haber nacido". Y como apuntalaba San Manuel Bueno (mártir), también su pecado, por el cual el hombre es condenado a muerte en vida y a vida en muerte (la última frase es un recurso retórico muy malo, pero sirve para enfatizar).
Me llama mucho la atención una cosa de las muchas que dicen los "pro-vida" (y no me refiero a los antiabortistas, sino a los que se empeñan en encontrar buenos motivos para vivir tan a gusto como si fuera gratis). Dicen que vivir para siempre sería aburridísimo, insoportable. Según ellos es mejor vivir un rato y luego irse a freír espárragos. A mí, sin embargo, me gustaría vivir para siempre. Me gustaría releer una y otra vez el mismo libro. Escribir una y otra vez lo mismo. Visitar una y otra vez los mismos lugares y a las mismas personas. Para siempre, hasta rabiar, hasta el infinito. Así podría aprender a tocar la armónica. Vivir una temporada en China y otra en Marte. Y siempre volver a casa por navidad.
Comprendo que eso contradice las leyes más elementales. Para que siga habiendo vida y movimiento, las cosas tienen que cambiar y transformarse, por un capricho del "destino", como la flor aromatiza unos pastos y al día siguiente se convierte en comida de vaca y abono para las otras flores. Pero yo lo deseo igualmente. Deseo con todas mis fuerzas ser flor de vaca y pasto, reflejar la luz sin desgastarme y ser testigo imperecedero del fin de los tiempos. No digamos ya de la eternidad, pero sí al menos del fin de este planeta tan pequeño al que, por una absurda razón, me siento unido.
El día que muera no quiero ser ya más materia orgánica, pasto de vaca o flor, ni parte de otro organismo vivo. Quiero ser roca callada en las entrañas del holocausto y viajar en compañía de otras moléculas hasta el corazón de la galaxia, para formar parte de otra creación más imperecedera.
Y si no, al menos, me gustaría ser virtuoso de algún instrumento, leer diez o cien libros que tengo pendientes y morir sin que nadie me eche de menos, al alba, como tiene que ser, al canto del gallo, cerca de un sitio con agua y una tierra noble que me asimile con rapidez.
Salud y ya nos veremos por algún bar de dios.
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