Tres pijas en la calle supercool

La anécdota que sigue no es para tanto, pero se ha clavado en mí al olor y al tacto, como se pega el alquitrán en la pantorrilla si te toca un día en la playa, así que lo voy a relatar en tercera persona.
Tres pijas superpijas salen por primera vez en su vida de la calle Serrano (y lo digo como equivalencia a "pijerío cateto") porque alguien les ha dicho que lo más supercool y lo más crema de la crema está ahora en la calle Fuencarral. Todas las tiendas, los outlet y las boutiques donde se pueden encontrar las cosas más increíbles (siendo "increíble" ropa, zapatos y gominolas de diseño).
El taxista se partió el culo de risa recorriendo el tramo entre su casa y el principio de Fuencarral, en la Gran Vía, porque tardaron más de media hora en recorrer un tramo que a pie son quince minutos. Una de ellas hacía "cof-cof" de vez en cuando porque se había puesto demasiado maquillaje y perfume, y además le apretaba la faja reductora. Todas feas como demonios, fofas y con la mirada perdida. Pero no nos desviemos del asunto principal...
Las botas que habitualmente las acompañaban de tienda en tienda, en su barrio, y luego hasta el VIPS, a tomar un refrigerio, definitivamente no estaban hechas para tratar bien a sus pies demasiado anchos (¿o las botas demasiado estrechas?) recorriendo los 500 metros que, a grosso modo, separan la Gran Vía del ruinoso Museo Municipal, haciendo paradas en cada tienda de ropa de, a su vez, otros 500 metros lineales cada una. Total, unos 12 kilómetros que llevaban en cada pata. Y, total, para no haber comprado nada, porque no habían visto nada de su agrado.
En el Google Maps decía que al final de su recorrido había un Starbucks + VIPS. Justo lo que necesitaban. Pero no habían calculado que habría cuatro tiendas de ropa cada dos metros y medio, así que a la altura de la calle Colón ya no podían más, y no podían dar un paso más. Y, para más INRI, no veían ningún lugar de su gusto para pararse a tomar una coca-light. Y tampoco se atrevían a internarse por las calles anexas. Les habían dicho que eran sitios peligrosos donde lo mismo podían venderte drogas que violarte y hacerte un hijo.
En eso llegaron al escaparate de los Cafés Pozo, lleno de cafeteras brillantes y prodigiosas, galletas apetecibles, caramelos y demás parafernalia. Al olor del café, y viendo dentro un par de cafeteras tipo espresso al alcance de la mano, pensaron que sería un lugar de degustación, o similar, y entraron. Se toparon en la puerta con un tipo bisoño, que lo mismo podría ser un bohemio de esos, poca cosa, en cualquier caso, digno de ser ignorado. El bisoño, viendo que las Tres Gracias se le echaban encima impíamente, decidió cederles el paso. Ellas, al ver el gesto, supusieron que no se trataba de un bisoño sino, más bien, de un señor pobre encargado de abrir y cerrar la puerta, así que hicieron el mismo papel que representaban ante el señor negro de la iglesia (como dando a entender que ya le había dado para vino su madre, que era la señora que había entrado antes), apartando la vista y pisando firme. Pisando firme, hiriendo la baldosa de barro refractario, se plantaron y le pidieron un café al dependiente. Éste protestó que allí sólo se vendía "para llevar".
Consternadas y con los pies maltrechos, salieron en fila india del local, expresando claramente con su mirada que aquella calle supercool era una reunión de bárbaros agrestes, piratas y embaucadores desnaturalizados, tal y como se habían imaginado.

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