Oler

Escucho en loop infinito el tema I will follow him, uno de los temas más románticos, horteras y americanizantes que conozco. Es digno. El original que yo conozco es de Little Peggy March (eso es lo que hay que buscar en el Google), pero aquí hay una versión "visitable", la que se hizo para Sister Act (o alguna de sus secuelas), que conserva toda la erótica ignorante que rebosa la cultura americana "outdoors", en forma de "góspel":


Para nada quería yo hablar de las américas. Quería decir que pienso mucho en los olores. Son importantes para mí. Me gusta husmear, aunque cada vez tengo menos fino el olfato. Y pienso también en lo que olfatea la gente. Lo veo todos los días, en todas partes. Yo, la gente, nos olemos el sobaco, nos metemos la mano en la entrepierna y olemos (a ver qué tal), metemos la nariz en la sopa, nos gusta cuando nos topamos con nuestro olor favorito. ¡Oh, la tierra mojada! Y los sustitutos: ¡Oh, qué bien huele el metro! —desde la calle, en un respiradero—; ¡Oh, que bien huelen las obras, el yeso húmedo, oh!
Pero, sobre todo, el olor propio: la entrepierna, el entrebrazo, el aliento, los pies, los calcetines, la camiseta. Unas veces por imagen y las más por sentirnos. Cada vez es más difícil sentirse a uno mismo. Hay muchos espejos para verse, pero poco el tiempo para apreciarse. Los sonidos son bastante mecánicos. Los tocamientos, compulsivos, pocas veces se disfrutan. Chuparse pa qué. Pero el olor es algo omnipresente, siempre nos acompaña y es siempre cambiante, según el día de la semana y según lo que hayamos hecho antes. Son olores conocidos para uno los de la propia "raba", meados y cagados, el amarillo prístino en la mano fumadora, las babas azucaradas de siesta estival sobre la almohada, el semen pegado en el calzoncillo y la mezcla de sótano, alcohol, tabaco, sudor y orina que se adhiere inevitablemente a las barbas en los bares de Malasaña.
Nuestro olor, el de las pelotillas de los pies, los gruñidos soterrados de placer al hincarle el diente al solomillo (ya sea de ternera o de mus) y los aspavientos ultrafísicos al pillar el pimiento de padrón que pica, las carcajadas que terminan en acceso de tos seca, los ojos rojos tras una jornada de trabajo y perreo... Todo ello es nuestro cuerpo en su camino hacia el infierno, como cantaba Bon Scott. Cuanto más eructemos (con olor a chorizo, preferiblemente), nos pedorreemos y aireemos los sobacos, más felices seremos. No me cabe ninguna duda. No hay nada como asistir al propio deterioro del cuerpo en directo. Una semana sin lavarse la polla. La cosa va oliendo después del segundo día. Y al final, antes de la gangrena definitiva... ¡Chás! Te duchas. Te lavas el vello púbico con el champú de tu novia y se te rizan hasta los pelos de los sobacos. Hasta pareciera que tus ojos se vuelven verdes o azul ultramar (según la personalidad de uno), sedosos y aterciopelados. Luego te frotas bien el agujero del culo y te cortas las uñas de los pies. Incluso te echas desodorante. Y entonces ya hueles y sabes igual que una puta de cinco dólares. No hay nada mejor para empezar el día.

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