Manolo
Tengo varios manolos en mi vida (a uno de ellos tengo que llamarle, porque va a ser padre), pero hoy quería hacer un breve sobre uno que lo fue muy brevemente.
El que digo ahora luce una media calva, pelo cano y gafas ahumadas. Le gustan las rubias y el Terry con cocacola.
Me enseñó a conducir automóviles.
Conducir a su lado era parecido a participar en el rodaje de Easy Rider, escuchando esa música y sintiendo todo ese inconcreto rollo hippie, libertad y drogas. Aunque uno se tirase un eructo con olor a chorizo, la sesión nunca dejaba de ser mítica.
Me jacto de ser uno de sus pocos alumnos varones. Él sostiene que las mujeres son más listas y más capaces para conducir, aunque yo juraría que hay un secreto inconfesable detrás de esas confesiones. Nada que tenga que ver con el sexo. Más bien algo que supone una relación directa e inversa entre ser un chulo y conducir bien.
He montado dos veces en mi vida en un bólido improvisado. La primera de ellas sufrí unas vueltas de campana -involuntarias, se entiende- en un camino de tierra, a bordo de una Transit blanca. La segunda vez noté cómo las ruedas se agarraban al asfalto con las puntas de las uñas en el túnel que une la carretera de Extremadura con el Paseo del Rey, a 90 en una curva de 30, con tres pasajeros y tres pares de huevos de corbata, en un Almera gris.
Una vez me dijo un tipo que era mejor pasar los baches rápido.
Y otra vez intenté pasar la curva de ese túnel -llena de baches, dicho sea de paso- con decisión (o sea, a toda ostia) y el coche hizo aqua-planning, pero en seco. Bien es verdad que el ROVER 114 no era el Nissan de última generación...
Pensando que era un problema de baches, intenté repetir la experiencia en las míticas Hoces que unen la Meseta castellana con Santander. De subida. Para ir en un ROVER 114, el mismo motor, creo, que un Citroen Saxo, algo bastante impresionante. Unos duelos interesantes con Seat grandes, Golfes y similares de nueva generación, con tres pasajeros y el maletero petado. Lo único, que mi coche hacía los mismos ruiditos que salen de la boca de un niño pequeño cuando imita un coche derrapando. Yo no derrapaba, estrictamente, pero creo que el coche se resentía y toda su estructura, tensa, gritaba de dolor, mientras los Dunlop dejaban parte de su goma sobre el asfalto.
Puedo decir que debo mi estilo de conducción deportiva (según lo ha tildado una persona) a Manolo. Él no me enseñó así, pero lo que me enseñó me llevó a eso, aunque él no lo pretendiese. Y no me puedo quejar del rendimiento del viejo ROVER LD de 52 CV. Siempre lo he conducido pisando a fondo y no me ha fallado jamás. Creo que nada más salir de Madrid, siempre lo he llevado en quinta (o en cuarta, o tercera, si lo requería el terreno ascendente), y no he tenido que frenar hasta llegar a mi destino, ni para tomar curvas ni para ná. Bien es cierto que la vanagloria de adelantar audis y bmws (a 150 en zona de ir a 100) me ha podido en algún momento y eso me ha acarreado problemas económicos (una multa interesante el verano pasado), pero nada que no haya valido la pena.
Nunca he visto comprometida mi seguridad, ni la de los míos, a bordo del viejo e inseguro ROVER (como lo tildan algunos). A pesar de ellos y del marketing, los coches han cambiado muy poco en los últimos quince años. Los coches no corren más ni son tan inteligentes como para sustituir la pericia del conductor, por mucho que lo digan los anuncios (ni por mucho que me gusten los Honda).
Ahora me siento al volante de un Lybra y me siento mucho más vulnerable que a horcajadas del ROVER.
Eso también se lo debo a Manolo. Uno tiene que conocer su máquina y ser capaz de dominarla. El resto de variables sigue en la carretera. Son las mismas de siempre: tipos que aparecen por la derecha conduciendo a 180, adelantamientos dobles, frenazos inesperados, la dama de la guadaña conduciendo un vehículo especial por el carril izquierdo a la salida de un túnel de un kilómetro de longitud...
Cuando conduzco un ROVER o un Lancia y voy por el carril izquierdo me retumban en la mente las instrucciones cortas de Manolo y las estrofas largas de Steppenwolf. Nada inesperado: si lo sabes, ¿por qué no lo haces? Ahora no tenemos prisa. Ahora vamos a imprimir carácter a nuestra conducción. Ahora está la pasma a la derecha: de paseo con Miss Daisy.
Manolo me tenía que haber perdonado una copa. Él sabía de memoria que San Francisco era de Scott McKenzie. Yo, de oído, pensaba que era Roy Orbison. Algún día volveré a recoger esa copa, porque también me la merecía. Era inepto, pero tenía un oído excelente. Tan bueno como el de los tipos que contrataron a McKenzie.
Hay que saber conducir, pero se la tengo jurada a esa curva. Me cago en el Gallardón como se le ocurra quitar los baches antes de que pueda hacer un par de pasadas por allí con el nuevo Lancia, aunque sólo sea para tantear el terreno y calibrar mis posibilidades de salir con vida de allí.
Por si acaso, me cago en el Gallardón de todas-todas porque, de todos modos, ya se la tengo jurada desde que no me deja comprar birras a partir de las 22 horas.
A la salud de Manolo.
El que digo ahora luce una media calva, pelo cano y gafas ahumadas. Le gustan las rubias y el Terry con cocacola.
Me enseñó a conducir automóviles.
Conducir a su lado era parecido a participar en el rodaje de Easy Rider, escuchando esa música y sintiendo todo ese inconcreto rollo hippie, libertad y drogas. Aunque uno se tirase un eructo con olor a chorizo, la sesión nunca dejaba de ser mítica.
Me jacto de ser uno de sus pocos alumnos varones. Él sostiene que las mujeres son más listas y más capaces para conducir, aunque yo juraría que hay un secreto inconfesable detrás de esas confesiones. Nada que tenga que ver con el sexo. Más bien algo que supone una relación directa e inversa entre ser un chulo y conducir bien.
He montado dos veces en mi vida en un bólido improvisado. La primera de ellas sufrí unas vueltas de campana -involuntarias, se entiende- en un camino de tierra, a bordo de una Transit blanca. La segunda vez noté cómo las ruedas se agarraban al asfalto con las puntas de las uñas en el túnel que une la carretera de Extremadura con el Paseo del Rey, a 90 en una curva de 30, con tres pasajeros y tres pares de huevos de corbata, en un Almera gris.
Una vez me dijo un tipo que era mejor pasar los baches rápido.
Y otra vez intenté pasar la curva de ese túnel -llena de baches, dicho sea de paso- con decisión (o sea, a toda ostia) y el coche hizo aqua-planning, pero en seco. Bien es verdad que el ROVER 114 no era el Nissan de última generación...
Pensando que era un problema de baches, intenté repetir la experiencia en las míticas Hoces que unen la Meseta castellana con Santander. De subida. Para ir en un ROVER 114, el mismo motor, creo, que un Citroen Saxo, algo bastante impresionante. Unos duelos interesantes con Seat grandes, Golfes y similares de nueva generación, con tres pasajeros y el maletero petado. Lo único, que mi coche hacía los mismos ruiditos que salen de la boca de un niño pequeño cuando imita un coche derrapando. Yo no derrapaba, estrictamente, pero creo que el coche se resentía y toda su estructura, tensa, gritaba de dolor, mientras los Dunlop dejaban parte de su goma sobre el asfalto.
Puedo decir que debo mi estilo de conducción deportiva (según lo ha tildado una persona) a Manolo. Él no me enseñó así, pero lo que me enseñó me llevó a eso, aunque él no lo pretendiese. Y no me puedo quejar del rendimiento del viejo ROVER LD de 52 CV. Siempre lo he conducido pisando a fondo y no me ha fallado jamás. Creo que nada más salir de Madrid, siempre lo he llevado en quinta (o en cuarta, o tercera, si lo requería el terreno ascendente), y no he tenido que frenar hasta llegar a mi destino, ni para tomar curvas ni para ná. Bien es cierto que la vanagloria de adelantar audis y bmws (a 150 en zona de ir a 100) me ha podido en algún momento y eso me ha acarreado problemas económicos (una multa interesante el verano pasado), pero nada que no haya valido la pena.
Nunca he visto comprometida mi seguridad, ni la de los míos, a bordo del viejo e inseguro ROVER (como lo tildan algunos). A pesar de ellos y del marketing, los coches han cambiado muy poco en los últimos quince años. Los coches no corren más ni son tan inteligentes como para sustituir la pericia del conductor, por mucho que lo digan los anuncios (ni por mucho que me gusten los Honda).
Ahora me siento al volante de un Lybra y me siento mucho más vulnerable que a horcajadas del ROVER.
Eso también se lo debo a Manolo. Uno tiene que conocer su máquina y ser capaz de dominarla. El resto de variables sigue en la carretera. Son las mismas de siempre: tipos que aparecen por la derecha conduciendo a 180, adelantamientos dobles, frenazos inesperados, la dama de la guadaña conduciendo un vehículo especial por el carril izquierdo a la salida de un túnel de un kilómetro de longitud...
Cuando conduzco un ROVER o un Lancia y voy por el carril izquierdo me retumban en la mente las instrucciones cortas de Manolo y las estrofas largas de Steppenwolf. Nada inesperado: si lo sabes, ¿por qué no lo haces? Ahora no tenemos prisa. Ahora vamos a imprimir carácter a nuestra conducción. Ahora está la pasma a la derecha: de paseo con Miss Daisy.
Manolo me tenía que haber perdonado una copa. Él sabía de memoria que San Francisco era de Scott McKenzie. Yo, de oído, pensaba que era Roy Orbison. Algún día volveré a recoger esa copa, porque también me la merecía. Era inepto, pero tenía un oído excelente. Tan bueno como el de los tipos que contrataron a McKenzie.
Hay que saber conducir, pero se la tengo jurada a esa curva. Me cago en el Gallardón como se le ocurra quitar los baches antes de que pueda hacer un par de pasadas por allí con el nuevo Lancia, aunque sólo sea para tantear el terreno y calibrar mis posibilidades de salir con vida de allí.
Por si acaso, me cago en el Gallardón de todas-todas porque, de todos modos, ya se la tengo jurada desde que no me deja comprar birras a partir de las 22 horas.
A la salud de Manolo.
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