Atar cabos

Es obvio que hay algo que no nos cuadra a los seres humanos. Tenemos la percepción de que somos más listos que nadie, tal vez porque vemos que otros animales se huelen la entrepierna y decidimos que eso es una guarrería (a mí personalmente me gusta oler entrepiernas y todo lo que haya, siempre y cuando no sea algo realmente fétido), o porque se comen las cosas que ven por el suelo (cuando somos niños hacemos eso, disfrutamos que te cagas, no nos morimos y, además, a nadie le extraña que lo hagamos).
Somos una raza que está llena de dudas y contradicciones. Hoy queremos y mañana pensamos que no, y que además nunca lo hemos hecho. Votamos a la Falange o al PSOE, compramos en el Corte Inglés, y luego nos dan miedo el hombre del saco y el sacamantecas, porque no estamos del todo convencidos de que no existan.
Nos inventamos leyes físicas. Mejor dicho, ponemos nombre a cosas físicas que “son” sin necesidad de que las nombremos. Todo lo contabilizamos y medimos, de modo supersticioso, para que no se nos escape nada, como si eso tuviese alguna relevancia. Como si poner nombre a un planeta lo hiciese más cercano y menos terrible. Como si decir “Dios” fuese la solución a todos nuestros problemas y desvelos. Como si llevar monedas en los bolsillos nos hiciese invulnerables... Queremos amarrar el futuro incierto a costa del presente, y así le damos un aire futurista al presente, tanto que cuando llegamos al mañana nos parece un anteayer. Cuando por fin ponemos nuestras manos en el volante de cuero del A8, en realidad lo hemos hecho ya muchas veces, y desearíamos tener veinte tacos menos y ninguna hipoteca, y una novia pelirroja para viajar hasta Lekeitio en un tren regional y follar en un camping a la luz de la luna. Cambiaríamos el Cardhu con cocacola por un amanecer comiendo salchichas, en gayumbos, pelados de frío con nuestra novia pelirroja en la cola de la ducha del camping de Lekeitio.
Bueno, eso a lo mejor no.
Atamos cabos. Rellenamos los huecos con parafina. Lo que no sabemos lo imaginamos o, directamente, lo inventamos o damos por supuesto. Y luego acarreamos nuestro hatillo de convicciones, morales y reglas. Lo llevamos a la espalda y tenemos respuesta para casi todo. Pocas cosas nos pillan por sorpresa, porque tenemos una idea precisa de lo que hay que hacer y lo que no.
Sólo una prodigiosa voluntad haría posible la aceptación de una moral ajena, y eso en sí mismo sería algo tan inaudito que significaría que el individuo es completamente idiota o que supone un peligro para el propio conjunto de creencias, ya que éstas son siempre móviles y adaptables o, si no, caducan sin más.
En la Wikipedia dicen que se le atribuye a Sócrates la frase Si tu mejor amigo te clava un puñal por la espalda, desconfía de su amistad. Y la otra, la conocida, Sólo sé que no sé nada, es tan tonta que asusta (a diferencia de la primera frase, que entraña una desmesurada complejidad). ¿A qué se referiría? ¿Se hacía el humilde para humillar a los pomposos de la época? ¿Era tonto del haba y se le admiraba como aquí se admiró a Ramón Sánchez Ocaña?
En cualquier caso, una propuesta como Sólo sé que no sé nada no deja de ser un punto de partida como otro cualquiera, como la duda metódica o la inmanencia kantiana. Un punto de partida, o nada en concreto. Una frase vacía, como Parece que va a llover, aunque nunca se sabe. Es el primer nudo en nuestro hatillo costumbrista de pan y vino.
Me reservo más tonterías para otro momento.

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