Literatura de terraza

Hace tiempo se decía “de garaje” para referirse a música y otro tipo de manifestaciones artísticas. Se supone que hacía referencia al lugar donde tenía lugar el alumbramiento de la creación. Y también se supone que todo el mundo tenía un padre que le prestaba un garaje para tocar con los colegas, o para colocar el samovar y el quinqué.
Pero ahora una simple plaza de garaje puede valer 9 kilos y una vivienda con un garaje tipo peli americana (o sea, un pedazo de chalet) doscientos, por decir una cifra (el sueldo de un hombre durante 75 años). O sea, que hace ya tiempo que la gente que quiere ganar espacio en la vivienda lo hace utilizando la terraza. La chapan con cristales esmerilados y pun, una habitación más. Como resulta complicado meter un grupo de rock en una terraza de cuatro metros cuadrados, los jóvenes músicos acaban tocando en diminutos locales de alquiler bajo tierra o en pequeñas megalópolis urbanas. Pero el samovar sigue cabiendo en la terraza. O en su defecto, una computadora de oferta en el Media Markt. Por setecientos pavos y dos mil quinientos para acondicionar la terraza, se puede montar una torre de marfil para un futuro escritor (o inadaptado social internauta). En cualquier caso, es una inversión rentable. La terraza puede transformarse de la noche a la mañana. Lo que antes era un criadero de pulgones para los geranios, pasa a ser un agujero de gusano que se traga a los invitados de los hijos. Cuando Borjita, el del sexto, llama a tu puerta, le endosas una bolsa de gusanitos, un joystick y unas gafas 3D, y luego sigues durmiendo la siesta.
Eso sí, como pete el ADSL y haya que reiniciar el router, te jodes y te despiertas, rellenas el bol de patatas fritas, te interesas por la “baja por depresión” del padre de Borja y te tomas un bisolvón para ver si se te quita eso que es una mezcla de dolor de cabeza, embotamiento y moqueo generalizado. Los niños te miran con cara de póker cuando hablas de forma entrecortada, se nota que te falta el aliento (que huele a morapio) y se encogen de hombros cuando les preguntas cuándo termina el próximo trimestre. Estás congestionado, al borde del desmayo. Olvidaste bajar la calefacción antes de sobarte en el sofá. Ellos, como están en la terraza, llevan jersey de cuello vuelto y calcetines gordos. Tú notas sudores fríos cada vez que entras y sales de la habitación del samovar, y entonces te preguntas cuántos vatios gasta el monitor de la computadora, tantas horas encendido, y si no se estropeará antes de tiempo por el uso excesivo.
Piensas en la posibilidad de apagar la computadora y plantear un juego de mesa “manual”, como si fueras el padre de los Brady, pero notas cómo te baja la tensión, te sientes palidecer y sólo te quedan fuerzas para rezar por que el reinicio del router sea exitoso.
Rex, el perro policía, está tras la pista en el telefilme que te acompañaba durante la siesta. Es el tercer capítulo. Las siete y media de la tarde. No te vas a poner ahora a hacer un puto sandwich de jamón y queso.
Finalmente, te das por vencido. Comprendes que es mejor ser un punky de perro y flauta que cancerbero de una habitación de literatura de terraza, pero ya es demasiado tarde. Has invertido tus tres mil pavos en la terraza.

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