Domingo

Llevo mucho tiempo odiando los domingos, pero estoy empezando a cogerles el puntillo. Una vez conocí a un tipo cuya tía se llamaba Dominga. Le decía “tócame la minga, Dominga”. Una desfachatez.
El truco de los domingos consiste en asumir que es domingo. Es así de triste y efectivo. Es el día en que se deja pasar el tiempo hasta el día siguiente. El teléfono no suena, el email se congela, las tiendas y tus lugares favoritos están cerrados. El mundo exterior es hostil y el interior aburrido. Es un día de descanso obligatorio, en el sentido de que no te quedan más cojones que descansar. Sólo sería un día de descanso real si el lunes también fuese un día de descanso.
Aquí el descanso se convierte en pasar la aspiradora, poner una lavadora, levantar unos castillos de madera... Así hasta la hora de comer. Luego dormitar durante toda la tarde, una cena ligera y a dormir, o a escuchar rock’n’roll para empalmar con el lunes.
Salir a la calle es deprimente. Ir al Retiro es algo literal: es un ir para no volver, es retirarse del juego. Ni siquiera es un descanso. Es un estrés continuo. Los putos gilipollas de la guitarra, los tambores y los malabares. Los apalancados con el carrito del bebé que odian el domingo más que tú. Los superguay que van corriendo alrededor del estanque con el iPod amarrado en el brazo. Las palomiteras que te meten dos pavos por una batata. Los que se meten mano en el césped, entre dos mierdas de perro, con lo bien que se está en una pensión. Los que ponen tercios a cinco euros, sin saber por qué cobran tan poco trabajando en fin de semana y con esos precios. Los atracadores disfrazados de Piolín que hay en todas las puertas.
Me voy a dormir. Mañana será un día duro.

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