Tarsis

Hace poco un tipo me dijo que había que emocionar al lector. Aseguró que llevaba doce años en la "trena" (así dijo, aunque me pareció que se hacía el listo) y que acababa de salir. Que todos los días se leía el equivalente a un libro de doscientas páginas, desde hacía doce años. Y que sólo había leído la Odisea en todo ese tiempo. Se la leía unas tres veces por semana. Decía que un Hombre tiene bastante con ese libro. Que no era sólo el libro en sí mismo, sino todas las historias que contaba ese libro. Cada una era distinta y había que saber interpretarla. Que no eran sólo unos jipis melenudos del siglo —9 ó del—10 que iban en barco haciendo gamberradas, como los niñatos de hoy en día que, mira por dónde, esta misma mañana le habían tirado la mochila a una papelera.
Pero no nos apartemos del tema.
Le pregunté qué significaba eso de "emocionar" y se salió por la tangente. Por lo generalista no hubo forma, así que le dije que cada uno debería ser libre de emocionarse a su manera. Pero él estaba de acuerdo, así que mi argumento no surtió efecto.
—Escúcheme, oiga, ex-presidiario, no me ha dicho su nombre. Conozco por aquí un bar llamado Tebas donde ponen una ensalada de garbanzos fríos con botillo y chucrut. Cosa fina. Y además invitan a chupito si pides café.
Musitó algo de Galdós y Cicerón, mientras agitaba la cabeza y se encogía de hombros, pero pescó la mochila y me siguió hasta el Tebas. En uno de los bolsillos asomaba un libro. Sin duda, tenía que ser la Odisea.
—Voy a explicarme —dijo entre una y otra carrillada—. Por lo que veo, no sólo es usted un sofista, sino también un escéptico posmoderno. Los escépticos de antes pasaban de todo. Ustedes, los de ahora, se ponen muy nerviosos si los demás no pasan de todo. Ustedes sólo pasan de todo si todos los demás también lo hacen. Si no, se ponen a invitar a garbanzos a cualquiera que se cruce en su camino, con objeto de succionarles lo que ustedes llaman exabruptos, incoherencias e incluso senectudes.
—Mire usted, ex—presidiario, no me ha dicho su nombre. Conozco a los de su clase. Se revisten de tolerancia y practican la violencia pacífica. No, no se sonría. Cuando me ha dicho usted que esta mañana unos niñatos le han tirado la mochila a la papelera, me ha dicho también que unos seres despreciables han cometido un acto extremadamente reprobable en contra de un ser casi pío, que es usted.
—Exhibe usted, permítame decirlo, aunque sea usted quien va a pagar la cuenta, el comportamiento típico del escéptico posmoderno. Trata usted de crear la fricción entre el sujeto y sus propias palabras.
Yo sorbí el caldo ruidosamente, pero fue sin querer, de verdad.
—Y además —prosiguió el tipo—, sorbe usted groseramente de modo intencionado, para crear confusión cuando el interlocutor se está explicando, porque no está usted dispuesto a aceptar ni la más mínima sombra de la verdad.
—Sí —le interrumpí—, pero es que, con esos argumentos, usted es capaz de llamar posmoderno al mismísimo Pablo de Tarsis. Debería usted explicarme cuál es su piedra de toque, y ahí no encallaremos. Y si no, ahonde, por favor, en aquello que dijo de emocionar al lector, porque, por Santiago, le aseguro que no entiendo nada.
—No perjure y diga Tarso, que queda más castellano. Ya no sé si me ha traído aquí para comer o para hablar.
—Continúe.
—No, continúe usted. ¿Qué no entiende?
—No entiendo lo de emocionar al lector. Yo me emociono fácilmente si hay una musiquilla de fondo y todo el mundo llora o dice frases apocalípticas, y también cuando el niño sin piernas se arrastra hacia el cuscurro de pan, como todos. ¿Se refiere a eso?
—Me refiero a crear la emoción sin la intervención de niños mutilados. A la catarsis...
—Diga mejor "catarso", que queda más castellano.
—¿Ve? Acaba usted de cercenar nuevamente mi discurso. Así nunca se va a enterar de lo que tengo que decirle, y yo tampoco, porque ya se ha terminado el botillo y estamos sin vino.
Le hice una seña al camarero. Pedí dos copas de vino, dos cafés cortados y la cuenta. No sabía si el tipo querría un cortado, pero formaba parte del juego. Si él no se lo bebía, me lo bebería yo.
Cuando llegó la comanda, la locuacidad de mi comensal cesó, y la mía también. Bebimos en silencio —él apuró su café—, pagué y salimos del Tebas.
—Le voy a decir una cosa... —dijo, a modo de despedida.
—Si me va a soltar una frase de cinco palabras, con sujeto, verbo y predicado, un apotegma, chascarrillo, o incluso un refrán, es mejor que lo dejemos como está.
El tipo me puso morros de muñeca rusa, agitó la mano en el aire, como poniéndose un sombrero imaginario, y desapareció de mi vista.

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