La marmota de cobre
La marmota de cobre parecía mirarlo todo desde su atalaya en la capota de aquel viejo furgón blindado. Gusaneta la vio nada más entrar, y ella a ella, en el establecimiento de coches usados. Tenía los ojos brillantes, los empleados se habían esmerado. Era una Volkswagen trucada del año 79. El tipo que la atendió sólo supo decirle el precio. No sabía cómo había llegado allí. Él no sabía esas cosas. Era mucho más de lo que tenía pensado gastar, pero su dinero, pensó, no hacía nada concreto en el banco. Y con ese furgón podría hacer más dinero en la ruleta de la vida y el trabajo.
La marmota era rechoncha. Debía de pesar más de cincuenta kilos. Tenía la nariz algo desgastada. Al principio había dudado. A lo mejor era un hámster. Pero no. Era una marmota de tamaño natural. La cola más larga, las orejas más aplastadas... Los ojos más humanos, como los de un jubilado de cejas pobladas. Como las de su abuelo. Al abuelo de Gusaneta le llamaban "Pepe, el cejas", aunque no se llamaba Pepe. Se llamaba Gustavo. Y su abuela, Ana, un nombre raro para una abuela de esa época. Al hijo de ambos, su padre, el padre de Gusaneta, le pusieron Anacleto de nombre. Y él, como represalia, le puso a su hija Gustavo Ana. Su abuelo Gustavo fue panadero en la época en que sólo había pan, pero poco, y se metía en sopas de agua y gachas, en la ciudad, o leche y miel, en los pueblos. Y Pepe, el cejas, vivía en la ciudad. La hermana de Gustavo, su tía-abuela Penélope, le enviaba huevos, puerros y mantequilla desde Cáceres. Gusaneta siempre se había preguntado por qué su abuelo y todos los otros no se fueron a los pueblos huyendo del pan con gachas y agua. Y también se preguntaba por qué la gente cultivaba sólo gachas y trigo para el pan. ¿Por qué no había alcachofas con jamón, o coles de bruselas rebozadas? ¿O espaguetis? Los espaguetis estaban tirados de precio y eran bien ricos... ¿O es que no se habían inventado aún?
Mientras recordaba todas estas cosas, Gusaneta decidió darse el capricho de comprar el furgón blindado de la marmota de cobre. Estaba esperando un trabajo grande. Con él podría financiar el furgón y ahorrar un poco.
Aparte, tenía encargadas doce toneladas de barras de hielo. Había de tenerlas preparadas para cuando la llamasen de KITPO, o no podría hacer el trabajo ella sola.
Gusaneta recibió la llamada fatídica el día dos por la tarde. Se suspendía el montaje. Ya no necesitaban las doce toneladas de hielo. Era así de simple.
Pero las barras de hielo ya venían en camino. No podía pagarlas. No podría pagarlas cuando le pasasen la factura, un mes más tarde. Y además, ¿qué iba a hacer con el material? Habiendo salido de fábrica, había que pagarlo. No era algo que se pudiera devolver. Había que pagarlo. A no ser que, por algún motivo grave, el pedido no llegase a su destino, hasta ella. Eso le dijo el telefonista.
La marmota era rechoncha. Debía de pesar más de cincuenta kilos. Tenía la nariz algo desgastada. Al principio había dudado. A lo mejor era un hámster. Pero no. Era una marmota de tamaño natural. La cola más larga, las orejas más aplastadas... Los ojos más humanos, como los de un jubilado de cejas pobladas. Como las de su abuelo. Al abuelo de Gusaneta le llamaban "Pepe, el cejas", aunque no se llamaba Pepe. Se llamaba Gustavo. Y su abuela, Ana, un nombre raro para una abuela de esa época. Al hijo de ambos, su padre, el padre de Gusaneta, le pusieron Anacleto de nombre. Y él, como represalia, le puso a su hija Gustavo Ana. Su abuelo Gustavo fue panadero en la época en que sólo había pan, pero poco, y se metía en sopas de agua y gachas, en la ciudad, o leche y miel, en los pueblos. Y Pepe, el cejas, vivía en la ciudad. La hermana de Gustavo, su tía-abuela Penélope, le enviaba huevos, puerros y mantequilla desde Cáceres. Gusaneta siempre se había preguntado por qué su abuelo y todos los otros no se fueron a los pueblos huyendo del pan con gachas y agua. Y también se preguntaba por qué la gente cultivaba sólo gachas y trigo para el pan. ¿Por qué no había alcachofas con jamón, o coles de bruselas rebozadas? ¿O espaguetis? Los espaguetis estaban tirados de precio y eran bien ricos... ¿O es que no se habían inventado aún?
Mientras recordaba todas estas cosas, Gusaneta decidió darse el capricho de comprar el furgón blindado de la marmota de cobre. Estaba esperando un trabajo grande. Con él podría financiar el furgón y ahorrar un poco.
Aparte, tenía encargadas doce toneladas de barras de hielo. Había de tenerlas preparadas para cuando la llamasen de KITPO, o no podría hacer el trabajo ella sola.
Gusaneta recibió la llamada fatídica el día dos por la tarde. Se suspendía el montaje. Ya no necesitaban las doce toneladas de hielo. Era así de simple.
Pero las barras de hielo ya venían en camino. No podía pagarlas. No podría pagarlas cuando le pasasen la factura, un mes más tarde. Y además, ¿qué iba a hacer con el material? Habiendo salido de fábrica, había que pagarlo. No era algo que se pudiera devolver. Había que pagarlo. A no ser que, por algún motivo grave, el pedido no llegase a su destino, hasta ella. Eso le dijo el telefonista.
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