Los patos son unos seres graciosos. No lo pueden evitar. Cuando le dices a alguien que es "patoso", quieres decir que es torpe. Y que te partes el culo de la risa viéndole maniobrar, siendo lo menos importante la torpeza, y lo más el modus operandi.
Hoy he observado el operandi de los sujetos que se retratan. Estaban recién llegados a su nuevo hogar. Y recién llegados al mundo cruel. Les toca la polla. Se asustan un poco, en general, pero en particular les toca la polla. Les he puesto los clásicos cubiletes con agua, a un lado, y comida, al otro. Se han lanzado a por el agua. Literalmente. Al principio, bebían como personas civilizadas. Incluso se respetaban el turno. Luego, el negro ha caído de cuerpo entero en el cacharro del agua y el otro se ha metido de patas en el cacharro de la comida. Se han cagado un poco, para aderezar el conjunto.
Son jóvenes y hacen pío-pío. El negro es nervioso.
La piba de la tienda me los ha metido en una caja de cartón, sin miramientos. Le ha puesto un cordel blanco alrededor. Parecían más cuatro docenas de huevos que dos seres vivos. Cuando yo era niño, te dejaban escoger al pato. Ahora te los ponen a granel.
Me temo que, por circunstancias, no se van a reproducir las infancias de mi niñez. Todo ha empezado por no poder escoger el pato. Continuará por no poder gastar doce diarias con los sujetos.
Yo tuve un pato llamado Hans. Previamente había tenido un pollo llamado Hans (lo asesiné involuntariamente). Y posteriormente tuve un canario llamado Hans.
El pato me lo llevé a Madrid. Aún no entiendo que mis padres lo permitieran. Creo que la única explicación que existe es que se enamoraron de él. Ahora que lo pienso, fue una relación muy breve, pero enorme para la percepción de un niño. Fue desde julio hasta noviembre, por decir fechas aproximadas.
Hans iba conmigo a todas partes. Dormía en una caja, en el patio. En Madrid, en una caja, en la cocina. Cuando me levantaba, ya me estaba esperando. Él desayunaba lo que hubiera: pan con leche, fideos del día anterior, peladuras de calabacín... No era muy remilgado. Se le salía todo por los agujeros del pico. Recuerdo especialmente los fideos: le entraban por un sitio y se le salían por el otro.
Me seguía por todas partes, ya lo he dicho. Le pisé sin querer dos o tres veces. Si yo iba para allá, él iba para allá. Si yo venía para acá, él venía para acá. Si me sentaba, él se sentaba. Encima de mí, por supuesto. Y me daba mordisquitos (creo que es más adecuado que "picotazos").
Supongo que el plan de mi padre era echarlo al Manzanares, o algo así. Luego pudimos dejarlo en casa de mis abuelos, en el pueblo.
Sólo lo vi una vez más, al año siguiente. Una visita breve. Era un pato blanco enorme. Rebelde. No quería saber nada de mí. Me dijeron que era pata. Que había puesto un huevo. Me dijeron que se había hecho el jefe del corral. Cuando él lo decía, todo el mundo a dormir. A eso de las ocho u ocho y media. La hora de los bebés.
No había pensado en recrear nada. Estoy en otra fase. Afortunadamente. Pero me encanta volver a tener patos. Echarles comida, cogerles las alas incipientes, verles sus caras graciosas... Y a ver qué pasa.
Y creo que los demás miembros familiares también van a disfrutar a los animales.

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