XIMONDE

Ximonde era su marca preferida de orujo. El orujo, en sí mismo, no le gustaba ni un pelo. Pero siempre lo bebía cuando tenía algo que celebrar. Y siempre tenía una botella a mano, porque siempre albergaba la esperanza de tener que celebrar algo. Una en casa, otra en la tienda, detrás de las cocacolas. Tenía cocacolas por la gente de los hoteles.
Diez y media. Hora del bocadillo. Había conseguido uno de caballa fresca en el Xallas. El dueño era paisano suyo. Tenía un asunto pendiente en la trastienda. La chica de los pechos no había dado señales de vida. Probablemente estuviese aún drogada. Llevó la botella de Ximonde para tratar de reanimarla. Si tenía hambre, le daría la mitad del bocadillo. Jesucristo había dejado dicho que había que compartir al cincuenta por ciento.
La chica le pegó fuerte en la espalda, cerca de la nuca. Josep perdió el equilibrio y tuvo un principio de mareo, pero se repuso rápidamente. No fue difícil reducir a la chica. Probablemente se mostrase violenta por la desorientación o por el síndrome de abstinencia. Después del bocata, lo mejor sería llamar a la policía. Ellos la pondrían en buenas manos.
—Ahora te vas a sentar ahí tranquilita y te vas a comer medio bocadillo, ¿eh? Que bastantes problemas me estás dando. Luego llamo a la policía y seguro que ellos te llevan a algún sitio en condiciones. No puedes ir por ahí de esas maneras. Ayer estabas fatal y te desmayaste nada más llegar aquí. Tienes suerte de haber dado conmigo. Si te llegas a encontrar con un desalmado, sabe dios qué hubiese podido suceder, con esos... Con esas pintas que llevas.
La chica puso cara de pocos amigos.
—Anda, te voy a quitar la mordaza, porque si no no vas a comer nada... Pero quédate tranquila, que si no voy a tener que tomar medidas.
—¡Hijo de putaaaaa! ¡Te voy a mataaaaar!...
Josep le puso la mordaza de nuevo.
—Si es que tengo la negra. Mira que me limpiaron la otra tienda de yonkis... Y van y me mandan ahora a otra tienda... ¡Mas yonkis! Es que sois todos iguales. Os ponéis cosas de metal en la ropa, enseñáis los... Os vestís de esa forma, ¿y luego qué? ¡Ala! A vomitar por los sitios. A robar y a drogarse. Mira, que si viviera mi padre os ponía a todos la cara del revés...
Ella forcejeó.
—No, no. Vamos a hacer una cosa. Va a ser lo mejor para todos. Para ti, quiero decir, que a mí ya lo mismo me da. Te bebes un poco de orujo, ¿eh?, Ximonde, una marca fina, y luego llamamos a la policía y que te lleven a casa o a un centro de rehabilitación. No es que quiera que te embriagues... Pero va a ser lo más cómodo, y así a lo mejor te ayuda a superar el mono.
Dicho y hecho. Josep le quitó la mordaza y le enchufó la botella de Ximonde. Ella quiso resistirse, pero Josep le hizo una presa en la nariz con la mano izquierda (la rodilla sobre sus pechos), y con la derecha le aplicó el licor. La chica se atragantó varias veces, pero al final tragó casi todo.
—Ahora vamos a esperar veinte minutos y luego vuelvo a quitarte las cuerdas, ¿vale? Voy ahora a llamar a la policía y en seguida vienen, en menos de una hora... ¡Ala! Me despido ya, porque luego no creo que pueda ser. Que te vaya bien. Voy a rezarte todos los días un avemaría. Y mi hermana también. Para que todo se resuelva y termines tus problemas con las drogas y con el vestuario.
Aquella chica podría haber sido su hija. Tenía una edad adecuada. El pelo rizado, como su difunta hermana. Como su difunta madre. La mirada traviesa. Indignada, pero traviesa. El pelo rojo no le cuadraba. Quizá si se hubiese casado con Rita Hayworth... ¿O sería de bote? En cualquier caso, podría ser su hija. Podría haber tenido una hija en las drogas y la depravación, una hija capaz de salir a la calle y desmayarse por una bajada de tensión por el síndrome de abstinencia. Era tan joven y bella... Josep no podía comprender el autocastigo que se infligían los jóvenes. Alcohol, tabaquismo, pernoctación, objeción de conciencia, absentismo laboral... Había que proteger a aquellas criaturas.

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