Un kilo de café

Sergio era un tipo solitario. La mayor parte del tiempo. Las otras veces estaba rodeado de personas que se esforzaban por hacerle reir o bailar o cantar, y él no podía parar de reír, bailar y cantar hasta que llegaba a casa, a su refugio, y pinchaba un tema de Bruce Springsteen.
El día en concreto, tenía una misión que cumplir. Iba de visita al hospital, a ver a una vieja amiga. Le llevaría un kilo de café y una botella de Jack Daniels "single barrel". Ella se alimentaba básicamente de eso. En el metro, pensaba las bromas que le iba a gastar, los chascarrillos que iba a decir con toda naturalidad. Calculaba los ángulos desde los que iba a sacar las fotos. Todo eso si no había ningún extraño delante... Pero, sobre todo, dormitaba. Trataba de dormitar. Pero tenía una voz metida en la cabeza. La voz de un sur—coreano, regente de una tienda de bebidas y encurtidos de su barrio. Al coreano sólo le interesaban las frases habituales del idioma extranjero. Las que le servían para expender bebidas, desear un buen día y discutir el cambio. Cuando Sergio abonaba la cuenta de cervezas y bolsa de hielos, él gritaba: ¡gracias! Sergio pensaba que era una raza de hombres muy agradecidos. Estridentemente agradecidos. Insoportablemente agradecidos. O quizá fuera sólo aquel especímen. A lo mejor se sentía agradecido, en general, hacia el país que le había acogido y por eso lo gritaba a pleno pulmón, para que todo el mundo pudiese escucharlo. Sin lugar a dudas, no tenía permiso de residencia de ningún tipo. Era muy improbable que cumpliese la normativa de inmigración, porque casi ningún inmigrante la cumplía. Pero llevaba allí ya siete años, y cada vez gritaba ¡gracias! con más ahínco, con más inquina, se podría decir. Era el coreano más crispante que había conocido nunca Sergio. Pero le caía bien.
Final del viaje. En busca del café. Sabía dónde estaba la tienda. Se lo había dicho Harry. También le había advertido que el tipo le resultaría familiar. Estaba intrigado. Por eso fue a esa tienda, en vez de visitar el supermercado o cualquier tienda de cafés. No se imaginaba quién podría ser el tendero. ¿Sería Hugo Maradona? ¿Vilches, de Hospital Central? ¿Evita Perón? ¿Bon Scott, que en realidad no había muerto ahogado en su propio vómito?
En la puerta había un señor mayor con cara de ser el dueño. Pelo blanco y media calva, gafas de pasta, bigote... No le recordaba especialmente a nadie. Le recordaba a cualquier señor mayor con gafas y bigote. Hizo gesto de entrar. Ya que había llegado hasta allí, compraría el café. El señor de gafas le siguió, pasó detrás del mostrador y le dijo:
—Espere un momento, ahora mismo le atienden.
Y desapareció por detrás de una cortina marrón. Al poco tiempo apareció el sujeto. Portaba un gesto inconfundible. Una cara de sorpresa vestida con unas finas cejas curvadas hacia arriba en su parte media. Las gafas no le pegaban, pero tampoco dejaban de pegarle. Moreno, pelo corto, labios de actor de western... Tenía que ser de la familia...
—Hola, buenos días. Quería un kilo de café.
—Muy bien. ¿Y qué café quiere? —sonrisa escandalosa, afabilidad prominente.
—Pues un kilito.
—Estupendo. ¿Cuál quiere, de estos que hay aquí? —señaló un listado de productos y precios.
Sergio había olvidado las gafas. De hecho, no las había olvidado. Es que nunca las llevaba en público. Frunció las cejas y arrugó los ojos hasta que el cristalino tomó una posición adecuada.
—Pues me vas a poner un kilito de torrefacto.
Pidió torrefacto porque le recordaba a Torrebruno. Y, además, era la única palabra que le sonaba que estuviese relacionada con el café, gracias a un reportaje de Madrid Directo, cuando habían visitado el tostadero de Cafés El Pozo (que, casualmente, era la marca de la tienda que visitaba).
—¿Mezcla?
—Sí, sí... Claro.
—¿Al cincuenta, o setenta—treinta?
—Al cincuenta. Hay que ser equitativo... Je, je.
—Je, je, je... Claro que sí. Ahora mismo se lo pongo.
El tipo cogió un paquete cualquiera.
—¿Se lo muelo?
—Eh... Sí, sí, que no tengo máquina.
Por primera vez, el dependiente perdió la sonrisa por un instante.
—No tiene máquina, claro, je, je, je... —acabó por reaccionar.
—Sí, sí... Je, je.
Sergio enrojeció. Era una situación absurda. Nunca hubiese pensado que comprar un kilo de café fuese una tarea tan extremamente dificultosa. Él prefería ir al supermercado. Todo venía ya empaquetado. Sólo había que cogerlo y largarse.
—Y se lo muelo para... —el dependiente lo intentó, a la desesperada.
—Eh... —pausa muy larga.
—¿Para italiana? ¿Brasileña?
—Huy. Un momento, ¿eh? Me están llamando...
Sergio sacó el móvil rápidamente y, con la velocidad que le caracterizaba, marcó el número de su esposa.
—¡Dime, mujer! —pausa larga. Ella tardaba en contestar—. Sí, ¿qué hay? —Nada. Nadie contestaba. Recordó de pronto que estaba en el funeral de alguien de su trabajo—. Bueno, pues venga, ahora le llamo, ¿eh?
Sergio colgó y volvió a marcar el número de Lippincott. Aparte de su mujer, era el único que podía solucionar su duda.
—¿Qué pasa, hombre? Sí, sí... Ahora no puedo hablar —se dió la vuelta y bajó la voz hasta el mínimo—. Chss... Oye, ¿cómo coño pido el café? Me dice que si italiana o brasileña... Sí, es para un regalo, claro... ¿El qué?... ¿Neutro?... Vale, pido "neutro". Y si no tiene, italiana. Vale, vale... Sí, ya te llamo después... No te lo vas a creer, el pibe es igual que... Chss. Cuelgo.
Sergio se volvió.
—Perdona, ya estoy otra vez. Que... Si me lo puedes moler neutro bien. Y si no, italiana.
—Vale, vale, je, je, je...
Sergio se volvió a sonrojar. Sabía que Lippincott le había vuelto a tomar el pelo. Pero ahora tenía que investigar lo que le había dicho Harry. ¿De dónde salía el parecido del dependiente? A lo mejor era simple casualidad. O tal vez fuese un familiar, sin más. Quizá se encontrasen en un futuro cercano en una boda de un conocido común y podrían aclarar el parentesco. Pero, aunque sólo fuera por curiosidad, tenía que intentarlo.
—Hace bien de calor, ¿eh, Gil?
—¿Perdone?
—No, digo que hace calor...
Primer intento, agua.
—Pues nada, De la Rosa...
—¿Disculpe?
—No, que creo que se me olvida alguna cosa... Bah, da igual. Será el calor...
—Bueno, no tenemos prisa. Si quiere pensarlo, aquí estamos para eso, ¡a su servicio!
Servicial. Sonriente. Sospechoso. Terminó de empaquetar el café molido.
—¡Pues muy bien! ¿Cuánto es?
—Cuatro con cincuenta. ¿Alguna cosita más? ¿Se ha acordado ya de algo?
—No, no. Si acaso, ya lo dejo para otro día...
—Muy bien.
—Tome.
—Muchas gracias. No tendrá un billete más pequeño, ¿no?
—Uy, pues no. Lo siento. Es que vengo del banco...
—No pasa nada. No se preocupe. Ahora mismo vengo, ¿eh? A ver si alguien me da cambio de doscientos euros...
¿Lo habrá dicho con cachondeíto?, pensó Sergio. Si le doy un billete de doscientos euros, es porque no tengo cambio, joder...
Harry le había pedido que investigase la identidad del cafetero. Bastaba con una inspección visual. Había sido positiva. Podía confirmarle a Harry que era de la familia. Sólo había un detalle que le escamaba: ¿qué podría hacer allí una persona con esas características? Esos gestos aprendidos durante años, ese talento desparramado por encima del mostrador, ese corte de pelo y esas gafas —extrañas, pero gafas, al fin y al cabo— inmaculadas... Parecía un cafetero de un cuento de hadas, algo muy alejado de la realidad del personaje. De lo que debería corresponder a la realidad del personaje. Muy raro. Postizo. Eso opinaba él.
Ahora iría a por el licor y luego al hospital.

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