La intifada gallega
A la mañana siguiente, Josep se abrevó en el lavabo de su abuelo, rezó tres avemarías y preparó el desayuno para su hermana y para él. Simbólicamente, se entiende. Su hermana llevaba quince años bajo tierra. Puntualmente, a las ocho de la mañana, Josep libaba dos tazas de café en su honor. Comentaba con ella los sucesos del día anterior y le dejaba diez euros en la alacena, por si surgía algún imprevisto.
—Inmaculada, ayer me pasó una cosa muy extraña. Ya sé que siempre te cuento la misma historia. Pero de verdad que ayer fue algo extrañísimo. Una chica con pechos, no te creas que se los fui a mirar, se puso a vomitar en la tienda. He tenido que ponerla en el almacén pequeño. Yo creo que se drogan demasiado. Ya sabes que yo frecuenté los lugares de ambiente... En su época. Pero lo de ahora es excesivo. Entran con los pechos, los ponen encima del mostrador y luego se ponen a echar la última papilla. Es algo dantesco, de verdad. No te creas que la miré ni nada, que parece que les falta donde enseñar y siempre acaban con Josep.
Josep apuró de un trago el espirituoso. En invierno, para entrar en calor. En verano, para calmar la sed.
—Inmaculada, yo de verdad que me retiro. Si me dan la jubilación anticipada, allá que me voy. Nos vamos a Gandía, a descansar, que falta nos hace. Yo no aguanto más la calor, con todos esos cuerpos sudorosos, los pechos, los culos y el calor que da la máquina de moler. Por la mañana, los haraganes que reparten. Por la tarde, los drogadictos y las putas. Yo me quiero ir de vacaciones. Para una conversación que tiene uno a lo largo del día hay que tragarse veinte raciones de tontada... ¡Que ya está uno maduro!
Josep llenó la petaca, se dió un último toque de peine frente al espejo y abandonó la seguridad de su hogar. La incertidumbre cayó sobre él como la plomada sobre la vidriera. Como la niebla sobre Finisterre.
Josep llevaba tiempo planeando su retirada del mundo laboral. Aunque siempre decía que quería irse a Gandía, en realidad quería decir Galicia. Finisterre. La tierra que le vio nacer, en el sentido amplio de la expresión. Él era de Palafrugell por parte de padre y salmantino, de La Alberca, por parte de madre, pero se declaraba gallego y finisterrano. Una noche, escuchando el Free Bird de los Lynyrd Skynyrd en un bar de Malasaña, el Malandro, decidió que era gallego. Incluso le cambió un poco el acento. Desde aquel día comió pulpo una vez a la semana —a la gallega, por supuesto— y arenques salazonados. Se declaró en huelga de hambre por culpa del chapapote. Sufrió cada vez que Fraga eructaba en una rueda de prensa. Y finalmente se hizo nacionalista gallego. Finisterre. La costa de la muerte. Los confines del mundo conocido eran un símbolo para él. Un lugar para irse de vacaciones y un lugar para morir.
Siete menos cuarto, hora de salir zumbando. A las siete y media recibía un pedido de café mexicano. La gente tiraba mucho de mezcla, cada vez más de 50-50. El natural se llevaba de forma nominal. Los más avezados decían que el Maragogipe era de una textura excepcional. Los otros se callaban y pedían algo de otra factura, cuarto de kilo, por si acaso.
Cada ciento veinte minutos, aproximadamente, Josep se iba al retrete y eyaculaba en un paquete de medio kilo de café. Luego lo molía y asunto resuelto. Antiguamente lo hacía también en los paquetes de caramelos, pero luego les pusieron un envoltorio y el resultado era patético, estéticamente hablando. Logró convencer a un cliente de que el azúcar "glass" estaba fuera de control.
A las ocho menos cuarto se pasó por el ropero para ver a la chica. Aparentemente dormía, o tal vez yaciera muerta. Abrió la puerta sigilosamente. Olía a orina. Agarró un paquete de dos kilos que había a mano y la golpeó un par de veces, por si acaso se despertaba. Tenía mucho lío por la mañana. Se quejó un poco con el primer golpe, pero el segundo la dejó semiseca. A las diez volvería para ver qué pasaba. Ése era su plan.
—Inmaculada, ayer me pasó una cosa muy extraña. Ya sé que siempre te cuento la misma historia. Pero de verdad que ayer fue algo extrañísimo. Una chica con pechos, no te creas que se los fui a mirar, se puso a vomitar en la tienda. He tenido que ponerla en el almacén pequeño. Yo creo que se drogan demasiado. Ya sabes que yo frecuenté los lugares de ambiente... En su época. Pero lo de ahora es excesivo. Entran con los pechos, los ponen encima del mostrador y luego se ponen a echar la última papilla. Es algo dantesco, de verdad. No te creas que la miré ni nada, que parece que les falta donde enseñar y siempre acaban con Josep.
Josep apuró de un trago el espirituoso. En invierno, para entrar en calor. En verano, para calmar la sed.
—Inmaculada, yo de verdad que me retiro. Si me dan la jubilación anticipada, allá que me voy. Nos vamos a Gandía, a descansar, que falta nos hace. Yo no aguanto más la calor, con todos esos cuerpos sudorosos, los pechos, los culos y el calor que da la máquina de moler. Por la mañana, los haraganes que reparten. Por la tarde, los drogadictos y las putas. Yo me quiero ir de vacaciones. Para una conversación que tiene uno a lo largo del día hay que tragarse veinte raciones de tontada... ¡Que ya está uno maduro!
Josep llenó la petaca, se dió un último toque de peine frente al espejo y abandonó la seguridad de su hogar. La incertidumbre cayó sobre él como la plomada sobre la vidriera. Como la niebla sobre Finisterre.
Josep llevaba tiempo planeando su retirada del mundo laboral. Aunque siempre decía que quería irse a Gandía, en realidad quería decir Galicia. Finisterre. La tierra que le vio nacer, en el sentido amplio de la expresión. Él era de Palafrugell por parte de padre y salmantino, de La Alberca, por parte de madre, pero se declaraba gallego y finisterrano. Una noche, escuchando el Free Bird de los Lynyrd Skynyrd en un bar de Malasaña, el Malandro, decidió que era gallego. Incluso le cambió un poco el acento. Desde aquel día comió pulpo una vez a la semana —a la gallega, por supuesto— y arenques salazonados. Se declaró en huelga de hambre por culpa del chapapote. Sufrió cada vez que Fraga eructaba en una rueda de prensa. Y finalmente se hizo nacionalista gallego. Finisterre. La costa de la muerte. Los confines del mundo conocido eran un símbolo para él. Un lugar para irse de vacaciones y un lugar para morir.
Siete menos cuarto, hora de salir zumbando. A las siete y media recibía un pedido de café mexicano. La gente tiraba mucho de mezcla, cada vez más de 50-50. El natural se llevaba de forma nominal. Los más avezados decían que el Maragogipe era de una textura excepcional. Los otros se callaban y pedían algo de otra factura, cuarto de kilo, por si acaso.
Cada ciento veinte minutos, aproximadamente, Josep se iba al retrete y eyaculaba en un paquete de medio kilo de café. Luego lo molía y asunto resuelto. Antiguamente lo hacía también en los paquetes de caramelos, pero luego les pusieron un envoltorio y el resultado era patético, estéticamente hablando. Logró convencer a un cliente de que el azúcar "glass" estaba fuera de control.
A las ocho menos cuarto se pasó por el ropero para ver a la chica. Aparentemente dormía, o tal vez yaciera muerta. Abrió la puerta sigilosamente. Olía a orina. Agarró un paquete de dos kilos que había a mano y la golpeó un par de veces, por si acaso se despertaba. Tenía mucho lío por la mañana. Se quejó un poco con el primer golpe, pero el segundo la dejó semiseca. A las diez volvería para ver qué pasaba. Ése era su plan.
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