Josep y la moledora

Josep trabajaba en la calle Fuencarral. Surtía de auténtico café de Colombia a todos los vecinos. Molía el café, despachaba caramelos y achicoria, pesaba los polvorones en Navidad y regalaba orejones de albaricoque a los más pequeños. Unos vecinos decían que tenía un "ramalazo". Otros, que era "maricón perdido".
Él tenía la corazonada de que Zaplana iba a ser el próximo presidente del gobierno. No hubo acierto. Pero es como si hubiese acertado. Cada jueves por la tarde, relucía entre sus caramelos de menta y su moledora de café. Algún día Zaplana ganaría las elecciones. Pero Josep ya no estaría allí. No podría recoger las felicitaciones.
Josep guardaba en un bolsillo de su bata blanca de farmacéutico una estampa de la virgen de su pueblo. La Virgen de la Peña de Francia. Eso decía. Privado de una compañera o compañero, molía café, compartía aromas con los vecinos. Y no podía librarse de ellos ni siquiera al ducharse, al fin de la jornada.
A la vuelta de unas vacaciones, se encontró de sopetón con que su tienda estaba en obras. Habló con su jefe. Le dijo que era temporal. Estuvo quince días en una tienda extranjera, en Moratalaz. Nunca volvió a Fuencarral. Se quedó en la Gran Vía, en Mesonero Romanos, junto a la calle de la Abada. Una calle tranquila, a pesar de la localización.
Robin entró allí un treinta de junio. Era una vieja clienta de la demarcación de Malasaña. Josep hizo un gesto de reconocimiento. La recordaba bien. Y recordaba su perfume, a pesar de los aromas del café recién molido. Y su oreja izquierda, de la que colgaba una cruz de plata, casi de tamaño natural. Ella, sin embargo, no hizo gesto alguno, a pesar de que tenía a Josep muy presente en su memoria. Preocupada por la inminente elección de Zaplana como presidente del gobierno, había acudido por vez primera en su vida a las urnas electorales, para votar por el partido contrario. Le supuso un fastidio que ganase por mayoría absoluta su voto, y que Zaplana ni siquiera hubiese sido el candidato de su propio partido. Había sido un cartucho desperdiciado. El inútil "voto útil". No quería culpar a Josep. Por eso hizo como si nunca le hubiese visto. De otro modo, no habría podido contenerse.
Mientras zumbaba la moledora, punto de grano para cafetera italiana, quinientos gramos se derramaron por el suelo. Josep se apresuró a solucionar el desastre. Robin comenzó a sangrar por la nariz y cayó al suelo desmayada. Josep se encontró en un dilema. Un paquete de café desparramado por el suelo. Una pelirroja despampanante derramada por el suelo. La cargó hasta la trastienda y la dejó sentada, apoyada contra un saco de caramelos. Recogió metódicamente cada grano de café y lo introdujo de nuevo en su bolsa original, cerrada a conciencia con papel celo. Tras devolverla a su estantería, regresó a la trastienda para atender a su clienta especial. Respiraba fuerte. Le ofreció un vaso de agua, pero fue inútil. Estaba inconsciente.
Después de atender a varios clientes e ir a su encuentro a intervalos, despertó.
—¿Está bien? ¿Quiere que llame a una ambulancia?
—No. ¿Quién coño es usted? Hay que joderse, otro puto maricón.
—Oiga, señorita, lo mejor es que se vaya usted a casa. Lo digo por los viejos tiempos, que si no la dejaba yo tirada aquí en la trastienda, ¿eh? ¿Quiere que le llame un taxi? Verá como no es nada...
Robin trató de levantarse, auxiliada por Josep, que le tendió un brazo y aprovechó para echar un ojo por su escote mientras ella se echaba una mano a la frente. A pesar del trasiego, aquello seguía prieto en su cárcel de algodón. Era la carne más prieta y la piel más fina que nunca había visto Josep. Se llevó la mano a la estampa de su virgen.
—Llévame a la salida. Y dame el café. O te cae un puro que te cagas en las bragas, chaval.
—Mire, señorita. Yo le voy a dar el café y diez euros para que se coja un taxi. Pero no quiero más disgustos, que ya he tenido que limpiar la sangre y traerla hasta aquí. Bastante tiene uno ya con lo que eso, ¿eh? Mire, que he visto de todo en veinticinco años, pero esto no, ¿eh? Usted se va a su casa y ya hablaremos otro día.
Robin volvió a desmayarse. Eran las ocho de la tarde.
—Joder, la ostia. Vete tú a saber qué se meterán estas chavalas con pechos. Hay que joderse. Cuando yo era joven ya era raro ver un caliqueño. Si es que esto no puede ser...

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