Gasolina
He recorrido muchos kilómetros a lomos de esta moto. Muchas chicas se han subido a ella. Y muchas veces he tenido que parar a echar gasolina.
Nunca pisaré una cárcel. Tengo inmunidad diplomática. Pero no tengo inmunidad de espíritu.
A siete kilómetros de Burgos paré a repostar. Culpa mía. Tenía que haber llenado el depósito antes de salir. Partí con tanta prisa que no pude comprobar lo más básico. Ni siquiera era consciente de la carga que transportaba. Pedro, el de la farmacia, me dijo que aquellas pastillas serían suficiente para un viaje de cuatro horas. Más que suficiente. Se las administré a lo que en aquel momento me pareció un montón de basura con los pelos rojos. Y no era un montón precisamente ligero. Era un peso muerto. Quizá por el alcohol que le suministró el loco Josep. El plástico del casco también la hacía parecer más gorda. Unos ciento diez kilos a la vista. No más de sesenta sobre mi hombro derecho.
A siete kilómetros de Burgos un tipo me dijo:
-Oye, esa pelandrusca que llevas ahí se te ha caído al suelo.
Al principio, no le dí la menor importancia al término "pelandrusca". Pero luego me quité el casco para observar el escenario y vi unas piernas blancas, inmaculadas, y su faldita manchada de gasolina. Los pelos le caían sobre el brazo izquierdo. Sobre un tatuaje azulado que decía: "NO FATE". Era un brazo menudo. Los tobillos, finos. Las pantorrillas, rellenas, pero no gordas, esculpidas en mantequilla. Las rodillas hojaldradas, los muslos como barras de jamón york. Las bragas blancas, de algodón, del más fino algodón mississippiano.
El tipo regresaba de pagar su gasolina. La furia se apoderó de mí. Supe que no era una sensación real. No era necesario, útil, conveniente, sentir furia. Me reprimí. Hubiese podido acabar con aquel sujeto en menos que canta un gallo. Pero me reprimí. Le dí la oportunidad de hacer un acto de contrición. De conservarse con vida.
-A lo mejor la pelandrusca es la puta enferma que te sacó por el coño -le dije.
Tuve unas décimas de segundo para decidir cuál sería la fórmula más ofensiva. Eso fue lo único que se me ocurrió. No quedaba muy español, peninsular, pero tendría que valer.
Se puso vacilón. Para mí, estaba hecho el negocio. Me miró de soslayo. Se quitó las gafas de sol y dijo en voz baja:
-Vamos cuatro en el coche.
Una vez, en el noventa y cuatro, acabé con seis tipos. Con mis propias manos. No diré que me resultó fácil. Tardé más de una hora. Pasé dos meses en el hospital. Pero lo hice. Supongo que la juventud me dió alas.
Llevaba mucho tiempo sin desengrasarme. Mucho tiempo, demasiado para mí, en esa infecta tienda de café. Y eso que intenté ponerla a mi gusto. Traje unas teteras de Holanda. Cosa fina. Un gran cristal. Y un gran diseño. Antes de que yo llegara al barrio, nadie sabía siquiera que existía el Blue Mountain jamaicano. Así que decidí probar suerte una vez más:
-Sígueme, si puedes, con esa puta chatarra que llevas. Os voy a dar ostias a todos hasta en el carné de identidad y luego me voy a follar a todas vuestras putas madres, y os voy a cortar la puta picha pequeña que tenéis, maricones de mierda.
Menos de diez tacos en una frase que duró unos nueve segundos. Doce años atrás, hubiese sacado un promedio mucho mejor, al menos de dos tacos por segundo. Tendría que valer.
Me acerqué a ella, ni siquiera sabía su nombre, y la senté en el suelo. Estaba algo flipada. Se había caído por la parada. No podía controlar bien su sentido del equilibrio. El aparato de Golgi hacía lo que podía. Vi cómo su falda blanca caía contra sus cuádriceps, con un golpe mudo y delicioso.
El jefe me había dicho que fuese discreto. Ciento tres kilómetros de distancia respecto del objetivo me parecía discreto. Y yo podía machacar a aquellos paletos fácilmente, así que la misión fructificaría y yo habría tenido algo mejor que un orgasmo.
Descabalgué de la Santamonica y me descalcé. No quería manchar las botas. También dejé la chupa sobre su lomo. Me daba igual mancharla, pero tenía calor.
A Robin, supe su nombre mucho más tarde, le quité el casco. Estaba flipando. La llevé a una sombra.
-Si alguno saca un arma, os pego a todos un tiro en la cabeza.
No bromeaba, aunque ellos no lo sabían. Yo llevaba una pipa en la cintura, igual que el hombre de Boston sus pieles de foca en la bodega del barco. Ellos estaban felices. No sabían bien lo que hacían, a decir verdad. Venían de una fiesta o quizás iban a una.
Como ninguno se decidía a enfrentarse conmigo, me quité la camisa. Con parsimonia. Reconozco que disfruté mientras lo hacía. Me sentía como debe sentirse un torero cuando hace el moñas delante de un toro que sabe que no le va a atacar. Podría haberme liado un porro. Podría haber imitado los saltitos de Angus Young imitando a Chuck Berry. Y ellos me habrían mirado sin saber qué hacer.
Cuando dejé mi torso al desnudo, no pude evitar mirar a Robin. Deseé que me estuviese observando. Aunque no pudiese entender nada por el flipe. Me valía con que su subconsciente lo almacenase.
Entre frotarme las manos y crujirme los dedos, escogí frotarme las manos. Daba menos miedo y más sensación de leñador a punto de derribar un árbol, pero es que llevaba algún tiempo con problemas en las manos. Mi actual pareja trataba de convencerme de que podría ser un principio de artritis reumatoide. Tenía que dejar a esa chica.
Robin no me miraba. Más bien, le colgaba la cabeza del cuello. Hacia atrás. Estaba a punto de caerse redonda. Frustrado por la no observancia, furioso por el comentario del gilipollas de las gafas de sol y agobiado por el calor, decidí empezar el ataque. Y terminar aquéllo cuanto antes. El mejor ataque, como me enseñó mi profesor de matar personas, es partir cuantas más caras mejor, y en el menor tiempo posible.
Neutralicé rápidamente a los tres primeros. Me acerqué a ellos y les golpeé con dureza. No hay nada más que contar. Se quedaron quietos mientras lo hacía. El otro fue duro de pelar. Me atizó con una cantimplora de aluminio. Llena. Me dió de lleno en el cuello. Vi su movimiento, pero preferí neutralizar al tercero y recibir un golpe que quedarme con dos contrincantes en plenas facultades. Es muy importante saber encajar los golpes, me enseñó mi profesor. Y lo hice bien.
Estaba algo mareado, pero podía moverme bien. Me acerqué a él y él se alejó. Movía la cantimplora en círculos, atada a una cuerda. Viendo que no daba más de sí, la dejó caer y se arremangó. Evidentemente, era el peleón del grupo. El gilipollas de las gafas le había utilizado para vacilarme. Emitió unos ruiditos de película de cárate y movió sus manos gordezuelas en círculo. Parecía ágil. Se abalanzó sobre mí y logró agarrarme una pierna. Me dió varias veces en las costillas. Si endureces el estómago y estás metido en la pelea, no duele. Pero hay que reaccionar rápido si no quieres que te machaquen. Saqué la pipa y le disparé en la cadera. Yo tenía un tambor en la cabeza. La sangre se me salía por las cuencas de los ojos, de la tensión. Luego le disparé en el estómago, para que se desangrase lentamente y no pudiera llegar al teléfono. Sus amigos le tendrían que llevar al hospital, cuando despertasen.
Metí todo en la mochila, le puse de nuevo el casco a Robin y arranqué la Santamonica. Olí su cuello. Su piel ligera como la de un charles. Una mezcla de gasolina, perfume y sudor. Sudor desnatado. Un hombre podría beber ese sudor durante un mes y no engordar ni un gramo.
Me puse el casco, el pecho al descubierto, y llegué a mi destino en cuatro acelerones. Una carretera magnífica hasta Aguilar de Campoo. Un sueño para cualquier motorista.
Nunca pisaré una cárcel. Tengo inmunidad diplomática. Pero no tengo inmunidad de espíritu.
A siete kilómetros de Burgos paré a repostar. Culpa mía. Tenía que haber llenado el depósito antes de salir. Partí con tanta prisa que no pude comprobar lo más básico. Ni siquiera era consciente de la carga que transportaba. Pedro, el de la farmacia, me dijo que aquellas pastillas serían suficiente para un viaje de cuatro horas. Más que suficiente. Se las administré a lo que en aquel momento me pareció un montón de basura con los pelos rojos. Y no era un montón precisamente ligero. Era un peso muerto. Quizá por el alcohol que le suministró el loco Josep. El plástico del casco también la hacía parecer más gorda. Unos ciento diez kilos a la vista. No más de sesenta sobre mi hombro derecho.
A siete kilómetros de Burgos un tipo me dijo:
-Oye, esa pelandrusca que llevas ahí se te ha caído al suelo.
Al principio, no le dí la menor importancia al término "pelandrusca". Pero luego me quité el casco para observar el escenario y vi unas piernas blancas, inmaculadas, y su faldita manchada de gasolina. Los pelos le caían sobre el brazo izquierdo. Sobre un tatuaje azulado que decía: "NO FATE". Era un brazo menudo. Los tobillos, finos. Las pantorrillas, rellenas, pero no gordas, esculpidas en mantequilla. Las rodillas hojaldradas, los muslos como barras de jamón york. Las bragas blancas, de algodón, del más fino algodón mississippiano.
El tipo regresaba de pagar su gasolina. La furia se apoderó de mí. Supe que no era una sensación real. No era necesario, útil, conveniente, sentir furia. Me reprimí. Hubiese podido acabar con aquel sujeto en menos que canta un gallo. Pero me reprimí. Le dí la oportunidad de hacer un acto de contrición. De conservarse con vida.
-A lo mejor la pelandrusca es la puta enferma que te sacó por el coño -le dije.
Tuve unas décimas de segundo para decidir cuál sería la fórmula más ofensiva. Eso fue lo único que se me ocurrió. No quedaba muy español, peninsular, pero tendría que valer.
Se puso vacilón. Para mí, estaba hecho el negocio. Me miró de soslayo. Se quitó las gafas de sol y dijo en voz baja:
-Vamos cuatro en el coche.
Una vez, en el noventa y cuatro, acabé con seis tipos. Con mis propias manos. No diré que me resultó fácil. Tardé más de una hora. Pasé dos meses en el hospital. Pero lo hice. Supongo que la juventud me dió alas.
Llevaba mucho tiempo sin desengrasarme. Mucho tiempo, demasiado para mí, en esa infecta tienda de café. Y eso que intenté ponerla a mi gusto. Traje unas teteras de Holanda. Cosa fina. Un gran cristal. Y un gran diseño. Antes de que yo llegara al barrio, nadie sabía siquiera que existía el Blue Mountain jamaicano. Así que decidí probar suerte una vez más:
-Sígueme, si puedes, con esa puta chatarra que llevas. Os voy a dar ostias a todos hasta en el carné de identidad y luego me voy a follar a todas vuestras putas madres, y os voy a cortar la puta picha pequeña que tenéis, maricones de mierda.
Menos de diez tacos en una frase que duró unos nueve segundos. Doce años atrás, hubiese sacado un promedio mucho mejor, al menos de dos tacos por segundo. Tendría que valer.
Me acerqué a ella, ni siquiera sabía su nombre, y la senté en el suelo. Estaba algo flipada. Se había caído por la parada. No podía controlar bien su sentido del equilibrio. El aparato de Golgi hacía lo que podía. Vi cómo su falda blanca caía contra sus cuádriceps, con un golpe mudo y delicioso.
El jefe me había dicho que fuese discreto. Ciento tres kilómetros de distancia respecto del objetivo me parecía discreto. Y yo podía machacar a aquellos paletos fácilmente, así que la misión fructificaría y yo habría tenido algo mejor que un orgasmo.
Descabalgué de la Santamonica y me descalcé. No quería manchar las botas. También dejé la chupa sobre su lomo. Me daba igual mancharla, pero tenía calor.
A Robin, supe su nombre mucho más tarde, le quité el casco. Estaba flipando. La llevé a una sombra.
-Si alguno saca un arma, os pego a todos un tiro en la cabeza.
No bromeaba, aunque ellos no lo sabían. Yo llevaba una pipa en la cintura, igual que el hombre de Boston sus pieles de foca en la bodega del barco. Ellos estaban felices. No sabían bien lo que hacían, a decir verdad. Venían de una fiesta o quizás iban a una.
Como ninguno se decidía a enfrentarse conmigo, me quité la camisa. Con parsimonia. Reconozco que disfruté mientras lo hacía. Me sentía como debe sentirse un torero cuando hace el moñas delante de un toro que sabe que no le va a atacar. Podría haberme liado un porro. Podría haber imitado los saltitos de Angus Young imitando a Chuck Berry. Y ellos me habrían mirado sin saber qué hacer.
Cuando dejé mi torso al desnudo, no pude evitar mirar a Robin. Deseé que me estuviese observando. Aunque no pudiese entender nada por el flipe. Me valía con que su subconsciente lo almacenase.
Entre frotarme las manos y crujirme los dedos, escogí frotarme las manos. Daba menos miedo y más sensación de leñador a punto de derribar un árbol, pero es que llevaba algún tiempo con problemas en las manos. Mi actual pareja trataba de convencerme de que podría ser un principio de artritis reumatoide. Tenía que dejar a esa chica.
Robin no me miraba. Más bien, le colgaba la cabeza del cuello. Hacia atrás. Estaba a punto de caerse redonda. Frustrado por la no observancia, furioso por el comentario del gilipollas de las gafas de sol y agobiado por el calor, decidí empezar el ataque. Y terminar aquéllo cuanto antes. El mejor ataque, como me enseñó mi profesor de matar personas, es partir cuantas más caras mejor, y en el menor tiempo posible.
Neutralicé rápidamente a los tres primeros. Me acerqué a ellos y les golpeé con dureza. No hay nada más que contar. Se quedaron quietos mientras lo hacía. El otro fue duro de pelar. Me atizó con una cantimplora de aluminio. Llena. Me dió de lleno en el cuello. Vi su movimiento, pero preferí neutralizar al tercero y recibir un golpe que quedarme con dos contrincantes en plenas facultades. Es muy importante saber encajar los golpes, me enseñó mi profesor. Y lo hice bien.
Estaba algo mareado, pero podía moverme bien. Me acerqué a él y él se alejó. Movía la cantimplora en círculos, atada a una cuerda. Viendo que no daba más de sí, la dejó caer y se arremangó. Evidentemente, era el peleón del grupo. El gilipollas de las gafas le había utilizado para vacilarme. Emitió unos ruiditos de película de cárate y movió sus manos gordezuelas en círculo. Parecía ágil. Se abalanzó sobre mí y logró agarrarme una pierna. Me dió varias veces en las costillas. Si endureces el estómago y estás metido en la pelea, no duele. Pero hay que reaccionar rápido si no quieres que te machaquen. Saqué la pipa y le disparé en la cadera. Yo tenía un tambor en la cabeza. La sangre se me salía por las cuencas de los ojos, de la tensión. Luego le disparé en el estómago, para que se desangrase lentamente y no pudiera llegar al teléfono. Sus amigos le tendrían que llevar al hospital, cuando despertasen.
Metí todo en la mochila, le puse de nuevo el casco a Robin y arranqué la Santamonica. Olí su cuello. Su piel ligera como la de un charles. Una mezcla de gasolina, perfume y sudor. Sudor desnatado. Un hombre podría beber ese sudor durante un mes y no engordar ni un gramo.
Me puse el casco, el pecho al descubierto, y llegué a mi destino en cuatro acelerones. Una carretera magnífica hasta Aguilar de Campoo. Un sueño para cualquier motorista.
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