Robin

Robin se besó el escapulario y saltó al vacío.
Salva, el tipo de Fuentedé, escupió al suelo y se marchó. Pesaba cerca de cien kilos, y aun así se movía con la ligereza de una garduña.

Fui a visitar a Harry al módulo 4 de Soto del Real. Le vi mejor que nunca. Parecía entusiasmado con algo, pero no me dijo el motivo. Supongo que se habrá convertido en un homosexual carcelario o que llevará una semana comiéndose el segundo plato de su compañero muerto. Me dijo que tenía que hacer una visita a un hombre llamado Smith que tenía una tienda cerca de Barceló. De colchones, o algo así. Me advirtió que sería duro de pelar.
La línea 1 de metro huele que apesta, así que suelo llevar un libro para olvidarme del mundo exterior. Es el libro que leo en el váter, así que también apesta. Pero al menos es un olor conocido.
A la salida me topé con un bar, así que hice un alto. Pedí un orujo para que Smith no me tomase el pelo. He observado que cuando estoy sobrio la gente tiende a ponerse becerra. Discuten conmigo. Tratan de escabullirse. Pero cuando voy sobrado de orujo, todo cuadra. Los sospechosos se comportan sospechosamente. Los farrucos, se ponen farrucos. Así puedo saber a lo que me enfrento en cada momento.
Le pregunté al tipo pequeñito que me puso el orujo dónde había una tienda de colchones cerca de allí. Yo sabía dónde iba. Harry nunca me ha enviado a un sitio indeterminado. Él conoce los sitios. El tipo pequeñito me dijo que tirase para Fuencarral. Le dije que quería algo más barato que un colchón (sé Harry tiende a exagerar). Y él recordó que había una tiendecita cerca de allí, pasando el supermercado a la izquierda.
Aunque Harry me dé la información, me gusta cotejarla con los vecinos. La mayoría de las veces me dan detalles importantes. Importantes para mí.
Al final acabé tomándome tres orujos, dos JB con limón, siete White Label con coca-cola y un vaso de tubo de Oporto. Cuando llegué al sitio, estaba cerrado. Eran las dos y cuarto de la madrugada.
A veces no me concentro, lo sé. Pero es que había una muchacha que no paraba de mirarme. Sé que iba bien acompañada por un par de machos cabríos reproductores. Ellos estaban de espaldas. Ella me lanzaba una mirada de vez en cuando. Hubiese bastado un sólo gesto suyo para abalanzarme sobre los dos chavales. Los podría haber estrangulado a los dos con una sóla mano. Pero nunca llegó la seña de complicidad. Cada vez me miraba con más frecuencia, y cada vez de modo más difuso, indefinido. Esos cabritos paliduchos muerdelibros se la llevaron. Yo creo que la tenía en el bote.
Pasé el resto de la noche sentado en un banco. Si volvía a casa o entraba en un burdel, me retrasaría por lo menos dos días. Tenía que acabar con el asunto Smith lo antes posible, o Harry me daría de collejas.
A eso de las siete y media, me acerqué a la tienda de Smith. Aún no había abierto, el muy vago hijo de puta.
Comencé a impacientarme. A las ocho volvió a abrir el bar. Pedí un café sin coñac. No me gusta tomar café sin coñac a las ocho de la mañana, pero tenía que seguirle la pista a Smith. Para mí que el tipo bajito había dormido menos que yo, sólo que él tenía cara de no dormir nunca. Me pareció que hablaba demasiado rato por teléfono, así que dejé un par de euros en la barra y volví a salir a la calle. No quería problemas. Cuando merodeas mucho por el mismo sitio, te conviertes en un problema para los vecinos. Ellos saben oler los problemas.
A las nueve menos cuarto apareció por allí un tipo con el pelo escrespado. Estaba abriendo su peluquería. O a lo mejor era un empleado. Le pregunté a qué hora abría la tienda de confecciones, colchones o lo que fuera. Dijo que él sólo cortaba el pelo, que no sabía nada acerca de horarios de tiendas aledañas. Decidí cortarme el pelo. Le vendría bien a mi pelo. Hacía tiempo que nadie me cortaba el pelo. Siempre me he arreglado con una vieja maquinilla de afeitar multifunciones, pero un gasto extra no haría mal a mi economía. De vez en cuando me gusta oler bien.
Tuve que esperar hasta las nueve y cinco. Me asomé a las nueve, pero allí no aparecía nadie. Me relajé. Dejé la chaqueta en una silla azul y me recosté en el sillón del peluquero. A los cinco minutos vino el tipo de antes. Estaba como recién duchado. Se echó una especie de crema en las manos y agarró la tijera.
-¿Cómo lo quiere?
-Corta hasta que diga "basta".
Creo que me quedé dormido por culpa del desodorante del peluquero. Cuando desperté, tenía el pelo cortado al uno, aproximadamente.
-¡Oiga! ¿Quiere que le meta la máquina y se lo dejo al cero?
Contemplé la posibilidad.
-¿Tiene dinero para pagar?
-Sí, sí... Pero déjelo así.
-Será mejor... Tiene usted muchas cicatrices.
-¿Qué hora es?
-Son las diez y veinte.
Juraría que sonaba Muddy Waters por la radio cuando apareció por la puerta la mujer más atractiva que camina sobre la faz de la tierra. Robin.

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