El ocaso de la gomaespuma
Robin era inalcanzable para mí. Cabellos rojos. Un toque de irregularidad en su rostro. Pómulos prominentes. Un sueño para alguien como yo, con el pelo rapado al uno. Sólo su forma de caminar podía cortar el aliento. Incluso el mío, echando un pestuzo de White Label.
—¿Quién coño es esto?
Adoradas palabras. Soñada liberación. Me gusta cuando no gusto de modo declarado. Me gusta tanto que se me aclaran los sentidos. Sobre todo el sentido del olfato. Robin tenía la regla. Podía olerlo a través de las partículas de champú. Era un penetrante olor a ovocito corrupto. Podría meter mi nariz entre sus piernas y esperar tres días a que aquello acabase.
Pero Robin me echó a patadas. Y al peluquero le dió un par de collejas, bien merecidas.
Ya en la calle, me calé la gorra hasta la base de las patillas. Hacía algo de fresco. La tienda de cosas que tenían que ver con colchones estaba abierta, por fin. Tenía mi navaja a punto, pero un escalofrío me subió hasta la nuca. Si acababa de abrir, podría aguantar media hora más, y me fui al bar del tipo bajito. Éste no estaba. Ahora había un tipo calvo con gafas. Le pregunté por el tipo bajito, después de pedir un trago, pero sólo obtuve un vaso de tubo con dos hielos y Marie Brizzard. Si hubiera estado el tipo bajito, le hubiese contado lo de Robin. Pero no estaba. El puto calvo era un glacial de mierda. Había un sujeto sentado en los sillones dobles de cuero, probablemente de Colombia, pero no tenía cara de querer compartir mi experiencia. Tomaba café con leche, a secas, y miraba las noticias de la mañana.
Apuré el Marie de un trago y me dejé resbalar por la puerta. Era la hora. Se llamaba Serafín. Bigote, calvo, gafas. Gesto de hurón, mirada torcida. Un tipo anguloso.
Le dije que me enviaba Harry.
—¿Qué?
Vi brillar el miedo al fondo de sus ojos, pero mantuvo el tipo durante los primeros diez minutos.
—¿Harry? ¿El de la fábrica?
—Sí, el de la fábrica. Le debe usted un favor. Y ha llegado la hora de abonar.
—¿Un favor de qué? Pero si el cabrón me dejó a deber una colchoneta...
—No hablamos de colchonetas. Cien euros más o menos no significan nada. Yo mismo, esta noche, he gastado más de cien euros. ¿Cree que le mataría a usted por esa cantidad?
—Estáis todos como una cabra. Voy a llamar ahora mismo a la policia.
—Creo que no.
Eché el cerrojo de la tienda. Era muy pequeñito, como esos que ponen en los baños. Quería impresionarle con mi gesto.
—Usted sabe que si se acerca al teléfono le voy a rajar el cuello. Usted va a firmar un talón al portador por valor de dieciocho mil euros. Y luego va a cerrar la tienda. Se va a tomar un Terry con coca—cola y va a dar gracias a Dios por seguir con vida. La gente como usted tendría que estar muerta por pura falta de agradecimiento.
Serafín se puso nervioso. Comenzó a mover de un lado a otro el catálogo de gomaespumas. Flirteaba con las tarjetas de visita y con el teléfono de pasta, de los de Gila.
—Usted es un delincuente de mierda. Voy a llamar ahora mismo a la policía y le van a meter en el talego. Y se va a tirar allí años y años...
Una gota de sudor apareció en una de sus patillas. Sin saberlo, el pobre Serafín había firmado su sentencia de muerte. En ocasiones críticas, uno opta por un camino: la entereza, doblegarse, la rigidez en un punto de vista... En este caso, Serafín escogió la vía inadecuada.
—No me pesa atravesarle con la mariposa. Lleva tiempo inactiva y usted es suficientemente capullo. Pero dejémonos de formalidades. Voy a dar la vuelta al mostrador, mientras la mariposa extiende sus alas. Usted gritará un poco, dirá que era broma, que firmará lo que haga falta, que no le haga daño. Pero Harry no quiere súbditos. Quiere sicarios. Quiere que confiemos en su criterio. Y usted no lo hace. Debería estar agradecido, pero me llama delincuente. Nos llama delincuentes. Usted no cree, y por eso va a correr y a gritar como una chinchilla. Ha optado por la inmolación. Ha desdeñado el Terry.
Tuve que perseguirle un rato entre las planchas de gomaespuma. No daba su brazo a torcer. Estaba muerto de pánico. Sabía que iba a morir. Y, aun así, me hizo perseguirle durante un cuarto de hora largo. Yo daba cuchilladas al aire. A las colchonetas de gomaespuma.
Siempre que asesino a alguien me voy a dormir. Duermo durante doce horas. Exactas. Echo la persiana. Pongo el despertador. Y cuando me despierto desayuno café con leche y porras, y zumo de naranja. Fumo un cigarro y leo el periódico.
A la salud de Serafín Smith González.
—¿Quién coño es esto?
Adoradas palabras. Soñada liberación. Me gusta cuando no gusto de modo declarado. Me gusta tanto que se me aclaran los sentidos. Sobre todo el sentido del olfato. Robin tenía la regla. Podía olerlo a través de las partículas de champú. Era un penetrante olor a ovocito corrupto. Podría meter mi nariz entre sus piernas y esperar tres días a que aquello acabase.
Pero Robin me echó a patadas. Y al peluquero le dió un par de collejas, bien merecidas.
Ya en la calle, me calé la gorra hasta la base de las patillas. Hacía algo de fresco. La tienda de cosas que tenían que ver con colchones estaba abierta, por fin. Tenía mi navaja a punto, pero un escalofrío me subió hasta la nuca. Si acababa de abrir, podría aguantar media hora más, y me fui al bar del tipo bajito. Éste no estaba. Ahora había un tipo calvo con gafas. Le pregunté por el tipo bajito, después de pedir un trago, pero sólo obtuve un vaso de tubo con dos hielos y Marie Brizzard. Si hubiera estado el tipo bajito, le hubiese contado lo de Robin. Pero no estaba. El puto calvo era un glacial de mierda. Había un sujeto sentado en los sillones dobles de cuero, probablemente de Colombia, pero no tenía cara de querer compartir mi experiencia. Tomaba café con leche, a secas, y miraba las noticias de la mañana.
Apuré el Marie de un trago y me dejé resbalar por la puerta. Era la hora. Se llamaba Serafín. Bigote, calvo, gafas. Gesto de hurón, mirada torcida. Un tipo anguloso.
Le dije que me enviaba Harry.
—¿Qué?
Vi brillar el miedo al fondo de sus ojos, pero mantuvo el tipo durante los primeros diez minutos.
—¿Harry? ¿El de la fábrica?
—Sí, el de la fábrica. Le debe usted un favor. Y ha llegado la hora de abonar.
—¿Un favor de qué? Pero si el cabrón me dejó a deber una colchoneta...
—No hablamos de colchonetas. Cien euros más o menos no significan nada. Yo mismo, esta noche, he gastado más de cien euros. ¿Cree que le mataría a usted por esa cantidad?
—Estáis todos como una cabra. Voy a llamar ahora mismo a la policia.
—Creo que no.
Eché el cerrojo de la tienda. Era muy pequeñito, como esos que ponen en los baños. Quería impresionarle con mi gesto.
—Usted sabe que si se acerca al teléfono le voy a rajar el cuello. Usted va a firmar un talón al portador por valor de dieciocho mil euros. Y luego va a cerrar la tienda. Se va a tomar un Terry con coca—cola y va a dar gracias a Dios por seguir con vida. La gente como usted tendría que estar muerta por pura falta de agradecimiento.
Serafín se puso nervioso. Comenzó a mover de un lado a otro el catálogo de gomaespumas. Flirteaba con las tarjetas de visita y con el teléfono de pasta, de los de Gila.
—Usted es un delincuente de mierda. Voy a llamar ahora mismo a la policía y le van a meter en el talego. Y se va a tirar allí años y años...
Una gota de sudor apareció en una de sus patillas. Sin saberlo, el pobre Serafín había firmado su sentencia de muerte. En ocasiones críticas, uno opta por un camino: la entereza, doblegarse, la rigidez en un punto de vista... En este caso, Serafín escogió la vía inadecuada.
—No me pesa atravesarle con la mariposa. Lleva tiempo inactiva y usted es suficientemente capullo. Pero dejémonos de formalidades. Voy a dar la vuelta al mostrador, mientras la mariposa extiende sus alas. Usted gritará un poco, dirá que era broma, que firmará lo que haga falta, que no le haga daño. Pero Harry no quiere súbditos. Quiere sicarios. Quiere que confiemos en su criterio. Y usted no lo hace. Debería estar agradecido, pero me llama delincuente. Nos llama delincuentes. Usted no cree, y por eso va a correr y a gritar como una chinchilla. Ha optado por la inmolación. Ha desdeñado el Terry.
Tuve que perseguirle un rato entre las planchas de gomaespuma. No daba su brazo a torcer. Estaba muerto de pánico. Sabía que iba a morir. Y, aun así, me hizo perseguirle durante un cuarto de hora largo. Yo daba cuchilladas al aire. A las colchonetas de gomaespuma.
Siempre que asesino a alguien me voy a dormir. Duermo durante doce horas. Exactas. Echo la persiana. Pongo el despertador. Y cuando me despierto desayuno café con leche y porras, y zumo de naranja. Fumo un cigarro y leo el periódico.
A la salud de Serafín Smith González.
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