Galletón


Galletón, el de la excavadora, el ser más abyecto sobre la faz de la tierra, estuvo en mi casa el sábado por la mañana. Se rumoreaba que tenía cientos de niños encerrados en un foso que había hecho con su propia excavadora, en las afueras de la ciudad, en Fritis. Eran los niños cuyos padres no simpatizaban con él. Si, por ejemplo, un padre hacía un grafiti con mensajes revolucionarios en la puerta del colegio o del supermercado, los espías de Galletón lo localizaban y lo llevaban preso a la cárcel de Protos del Real. Y a sus hijos, los arrojaba al gélido y oscuro foso de Fritis, con los demás.
Cada día a las 21 horas, echaba por una trampilla galletas, chocolatinas y batido de fresa, para que los niños se alimentasen con ello. Ni qué decir tiene, que los niños estaban cada vez más gordos. Por la comida. Y porque no podían hacer deporte en aquel infecto agujero. Algunos se aventuraban a inventar juegos: el "que te pillo", el "escondite"... Pero las cámaras secretas de vídeo todo lo filmaban. Y si Galletón detectaba algún síntoma de vitalidad en un niño, lo apartaba de los demás y nunca más se sabía de él.
El ladino, malvado y ponzoñoso Galletón estuvo el sábado en mi casa, como ya he dicho. Sus secuaces estaban al tanto de las actividades de mis padres. Habían tenido una reunión ultra-secreta con otros padres del colegio. Eso dijo Miguel. Yo había estado la noche anterior con él y con Laura, en casa de Lara. A mí me costó un poco convencer a mis padres, al menos en apariencia. A Miguel, directamente le habían obligado a ir. Y Laura afirmaba que su hermano (ella es huérfana de padre y madre) había empezado a ir a la escuela nocturna para sacarse un curso de mecanografía. En la casa sólo estábamos nosotros y Nani. Estuvimos viendo unos capítulos de Roboplof que se había bajado el hermano de Lara de Internet. A media noche, recuerdo que sonó el reloj del salón, Miguel se metió de sopetón en mi cuna y dijo en un susurro:
-Oye, man, aquí huele a estofado, ¿o qué?
Me miré la entrepierna. Todo estaba en orden.
-¿Dónde dijiste que estaban tus viejos? -espetó.
-En casa. Estarán viendo la tele. O fabricando un hermano para mí. O ambas cosas.
-No, escucha, pana...
En aquel momento sonaron varios golpes fuertes, acompasados. Cuando volví la cara, Miguel ya se había ido y simulaba dormir profundamente. Incluso le salía un moco por el orificio nasal derecho.
El rumor de una conversación cortó el silencio de la expectación. Reconocí el timbre de Nani. No podría describir la voz de la otra persona. Sería un hombre albino de mediana edad, vestido de traje. Con una prótesis dental. Y un revólver amartillado en el bolsillo de la chaqueta. Fue un encuentro breve. No sé si interrogaron a Nani o si, por el contrario, ella les brindó voluntariamente algún tipo de información.
Supongo que me quedé dormido, porque mi siguiente recuerdo es de hace dos horas. Si no me han inyectado alguna droga durante la noche, es que me he levantado con un sueño terrible, porque no me acuerdo de nada hasta el cuarto capítulo de la Pantera Rosa. Y ya llevaba mi biberón por la mitad. Estaba entre mis manos. Tibio. Meridianamente dulce. Nani no podía ser una asesina. A no ser que ella no hubiese hecho mi biberón.
Papá vino a buscarme. No entiendo este idioma. ¿Cómo pudo ser que alguien "venga" a "buscar", en general? En todo caso, sería mejor decir: "Papá vino, buscándome". O: "Papá vino, casualmente, mientras andaba buscándome".
Me preguntó si había desayunado. A esas alturas, incluso me había cagado.
Me subió en el coche y arrancó. Hicimos una parada en la ferretería. Papá compró un martillo pilón. Eso dijo. Lo llevarían a media tarde. Nunca sabremos si llegará o no el martillo pilón, porque ahora... Pero no adelantemos acontecimientos. Cada uno que saque sus propias conclusiones.
Mamá removía cierto líquido con una cuchara de madera. A pesar de su avanzado estado de gestación, lo hacía con el gracejo propio de un maestro chocolatero. El líquido parecía espeso. Mamá parecía un poco colocada, porque se reía sola. Olía a una mezcla de resina y zumo de naranja.
Galletón. Un tipo singular, sin duda. Sorbía de continuo por la nariz. Lagrimeaba. Los líquidos oculares serpenteaban ocasionalmente por su faz inexpresiva y acababan por juntarse con la riada de su incesante moqueo. De vez en cuando sacaba un pastillazo del bolsillo para echárselo al coleto. Rinitis o algo semejante. Era unos centímetros más alto que mi madre. Cerca de dos metros. Corbata floreada. Sujetacorbatas de plata. Zapatos impecables. Gomina hasta en los sobacos. Su dandismo, sin embargo, era fácilmente superado por otra cualidad: el excentricismo, la locura clásica. En un mundo adecuado, Galletón hubiese compartido celda con un psicópata de film americano.
Entró en tromba, precedido por dos "gorilas" bajitos y calvos, que tenían pinta de repartir buena leña. Hizo una reverencia a mi madre, aunque casi no tuvo que inclinar la cabeza para ponerse a su altura. Mi padre, sin mediar palabra, le lanzó un cuaderno a la cabeza, lo que tenía en la mano. Mientras los gorilas bajitos se abalanzaban sobre él, agarró la tapa de la olla rápida y se lió a dar tapazos a diestro y siniestro. Mamá se partía de la risa. No podía contenerse. Los gorilas bajitos y calvos redujeron a mi padre en un santiamén.
La última imagen que guardo de mis padres es la de mi padre con un chichón enorme en la cabeza, y la de mi madre siendo arrastrada por los pelos hacia un furgón verde.
A mí me dieron un golpe contundente en la base del pulmón y, a continuación, mientras el oxígeno trataba de abrirse paso hacia mis pulmones, un sujeto vestido de blanco comenzó a trepanar mi cráneo con uno de esos chismes de dentistas, o algo parecido. Se parecía un poco a James Brown. Llevaba una dentadura postiza notablemente postiza. Media melena negra, a todas luces alisada a golpe de peine y secador. Su mirada perdida, nívea, se clavó en mi mente.
Ya está bien de literatura, coño. Llevo dos días sin comer nada decente. Me cago en su puta madre. Un cuerpo frío, lúbrico, tal vez varios, se han comido mi pañal hace unas horas. Escucho lamentos agudos. Quejumbrosos murmullos. Súplicas contenidas. Pero nadie escucha. Sólo yo. Estoy deshidratándome lentamente. No puedo mover la pierna derecha. Ni el brazo derecho. ¿Será entumecimiento o algún tipo de apoplejía? Puede que el golpe dañase mi cerebro. Si Galletón me arrojó al foso, de seguro fue una caída importante. Aunque la mayoría del tiempo reina un silencio profundo, a veces surge una ligera oleada de aliento común, como si todos los presentes respirasen al compás. En esos momentos, se me erizan los cabellos del pubis.
¡Cáspita! Si tengo cabellos en el pubis, eso significa que soy un homo sapiens maduro.
Aun así, no siento la ingle derecha. Ni el brazo. Ni la pierna. Ni el huevo derecho, si me apuras.
Una vez al día entra un rayo de luz. Un pequeño torrente de comida empaquetada en plástico. Los días con suerte, la compuerta se abre una vez más, y un niño cae sobre la montonera de cuerpos y plásticos que hay en suelo de este submundo. Si tiene fortuna, se rompe la nuca y pasa a formar parte de la escombrera de carne, huesos y tetra-bricks.
Aquí, algunos aún saben hablar. La mayoría, gemir. Pero los pocos que conservan el lenguaje, lo hacen con el único propósito de emitir mensajes amenazantes. Yo, por si acaso, no digo nada. Prefiero que me consideren un pedazo de carne podrida. Es lo que soy.
Galletón... Qué hijoputa.

Comentarios